El Consejo de Ministros anunció recientemente que el Gobierno, mediante la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), llevará a cabo una compra de hasta el 10% de la compañía de comunicaciones Telefónica. Según explicaba el propio ejecutivo, este movimiento “supondrá un refuerzo para su estabilidad accionarial y, en consecuencia, para preservar las capacidades estratégicas y de esencial importancia para los intereses nacionales”. Reconózcanme lo chulí, lo romántico, y lo altruista de semejante aseveración. Después de cuatro décadas del inicio del orden neoliberal, del pistoletazo de salida del asalto a lo público, del destrozo sistemático del bien común, incluida la madre naturaleza, de tanto hacer y deshacer desde las puertas giratorias, resulta conmovedor volver la mirada a los intereses nacionales. Pero esta expresión sigue siendo, hasta en su fonética, profundamente neoliberal. Lo siento, no me gusta. Suena mal. Prefiero otra declaración mucho más humana, el bien común. Aún no hemos llegado al final de la caída del orden neoliberal donde esa expresión debería servir de guía a toda acción pública.
Pero volvamos la vista atrás. Resulta curioso recordar cómo en los años 90, en pleno fervor liberalizador, cuando se empezaron a privatizar las joyas de la corona patria, es decir, los otrora monopolios naturales, aquellos que mostraban serias dudas sobre las razones aducidas, eran acusados poco menos que de bolcheviques. Eran los tiempos de vino y rosas, y de loas al libre mercado, que fue llevado entre volandas al olimpo de los dioses, hasta convertirse en la entidad más poderosa de la política democrática occidental. Siguiendo esta nueva doctrina, las necesidades humanas y los principios democráticos solo podían ser satisfechos en la medida en que se sometían a las fuerzas del mercado. Por supuesto, y así lo reconocieron, el mercado no podía asegurar el pleno empleo, la equidad distributiva o la protección del medio ambiente.
Donde esta trayectoria resultó más intrigante fue en el ámbito de la socialdemocracia. Primero el SPD alemán, después el SAP sueco, pasando por el PSOE español, o el PSF de la segunda etapa de Francios Mitterand, todos ellos precursores de una tercera vía que alcanzó la apoteosis con el laborismo de Tony Blair y los demócratas de Bill Clinton. La administración Clinton merece un recordatorio especial, profundamente crítico, desde la desregulación bancaria, vía derogación de la Ley Glass-Steagall, pasando por la desregulación de los mercados derivados de materias primas, y un sinfín de despropósitos “liberalizadores”.
Liberalizando, que es gerundio
Los ruiseñores que loaban las virtudes de la liberalización de antiguos monopolios naturales nos susurraban al oído que todo esto era por nuestro bien, una senda hacia una gestión eficiente y unos precios que reflejarían los costes de producción con suma precisión. En sectores como el eléctrico, el agua o el gas natural, se nos prometía un consumo eficiente y servicios más innovadores. La retórica habitual, de quienes venden motos cromadas, bla, bla, bla, bla... Hemos sentido en carne propia los efectos del sistema marginalista en la liberalización del mercado eléctrico nacional, o cómo en cada empresa de estos sectores liberalizados, los verdaderos beneficiarios han sido sus accionistas, en su mayoría foráneos, a través de considerables dividendos; y su consejo de administración, con emolumentos desorbitados para su tarea de gestión, mientras la calidad del servicio apenas mejoraba debido a las escasas inversiones realizadas. En resumen, una flagrante extracción de rentas.
La literatura académica está repleta de investigaciones sobre el fracaso de estos procesos de liberalización, en gran medida atribuibles a las falacias que subyacían en ellos. Algunas corporaciones del sector energético, incluso, han tenido la osadía de amenazar con largarse del país, y/o dejar de invertir si se les seguía simplemente aplicando un impuesto a sus beneficios extraordinarios. ¡Qué tropa! Aún no se han enterado, tampoco desde los gobiernos, que quien tiene el Boletín Oficial del Estados (BOE), tiene el poder. El gobierno chino, sin duda bajo el sistema de gobernanza más eficiente, les podría dos clases a tantos advenedizos funcionarios y políticos occidentales.
Detrás de todo, la financiarización de la economía
Para comprender el auge y caída del orden neoliberal, parafraseando el título del último ensayo del profesor emérito de historia, Gary Gesrtle, es crucial comprender las tendencias que, en las últimas décadas, nos han llevado a evolucionar hacia una sociedad extremadamente desigual, marcadamente injusta, lamentablemente carente de solidaridad y deplorablemente individualista. La implementación de las ideas económicas predominantes ha acarreado costes sociales (pobreza, desigualdad), económicos (disminución de la productividad laboral y del capital) y políticos (Totalitarismo Invertido, Neofascismo) que son inaceptables e insostenibles.
Detrás del Leviatán, la “financiarización” de la economía en su conjunto, concepto que introdujimos en nuestro primer post en estas líneas. Y es precisamente ese entramado de la financiarización lo que hay que desmantelar, o al menos controlar. Por eso, medidas como las de la compra de hasta el 10% de la compañía de Telefónica, siendo entendibles, resultan insuficientes. Esperemos que sea en realidad el inicio de un proceso, más amplio y profundo, donde finalmente se deshaga gran parte de las desregulaciones, liberalizaciones, o reestructuraciones de sectores productivos, en nombre del libre mercado, y se retome la senda del bien común.