El dolor y la furia
Aún está desplegándose el horror. Aún no conocemos la auténtica magnitud de la tragedia. Aún se busca a decenas de personas desaparecidas. Hay miles de supervivientes a los que falta de todo. Pero, mientras el corazón sigue encogido, ya puede percibirse la onda larga del desastre: como después de los atentados del 11 de marzo de 2004, llega una época de turbulencias. Como entonces, sobre la sangre de las víctimas se construirán bulos y conspiraciones. Y la política sufrirá un nuevo baño de descrédito. El 29 de octubre de 2024 marcará un antes y un después.
Empieza a escucharse con claridad el fragor de las calderas en el inframundo partidista, ahí donde se trabaja para dividir a la sociedad y rascar beneficios electorales. Apenas sabemos nada, pero parece que hay ya quien lo sabe todo: hay quien puede señalar a culpables con nombres y apellidos y detallar por qué son culpables. Evidentemente, los culpables pertenecen al otro bando. Sean bombas o sea agua, sea terror o sea naturaleza, los culpables siempre son los otros.
Un ciudadano particular, alguien que no representa a nadie y que no cobra del contribuyente para gestionar la cosa pública, es libre de decir cualquier barbaridad que se le ocurra en su casa, en la calle, en el bar, ante una cámara o en las redes. Y el exabrupto desgarrado resulta perfectamente comprensible cuando procede de una víctima transida por el dolor. Eso es normal.
Otra cosa son algunos políticos, sus voceros y sus correveidiles. Como cualquier otro ciudadano, tienen todo el derecho a ser idiotas y, de hecho, lo ejercen con frecuencia. Pero verlos y escucharlos, durante una catástrofe como la ocurrida esta semana, da vergüenza ajena. Y coraje. ¿No pueden comportarse durante un rato con sensatez y decencia, aunque sólo sea por respeto a quienes sufren? No, no pueden. El cálculo electoralista tiene precedencia sobre el despliegue de equipos de rescate.
No voy a mencionar nombres. A usted, hipotético lector, le vendrán fácilmente a la mente fulano o mengana, supongo que alineados en un campo ideológico opuesto al suyo. Prefiero subrayar la enorme responsabilidad de los partidos políticos en espectáculos como el desarrollado estos últimos días en paralelo al desastre, y en lo que ocurrirá a lo largo de las próximas semanas y meses: proclamarán una cosa y susurrarán otra; arrojarán la sombra de la duda sobre causas y consecuencias, sea cual sea la verdad constatable; colgarán sobre otros la etiqueta de la incompetencia.
El Estado, es decir, el conjunto de las administraciones, no está dando la talla en momentos cruciales. Eso es lo que percibe ahora la ciudadanía: un fracaso de la política y la gestión pública. Sólo le faltaba una decepción de tal calibre a una sociedad que, como muchas otras en Europa y las Américas, lleva tiempo observando con desconfianza a quienes la dirigen. Añadan lo que vendrá después, el interminable intercambio de reproches y mentiras. Y podremos hacernos una idea de que a la desgracia causada por la naturaleza (y auxiliada por un sistema de alertas descoordinado y un mecanismo de emergencias disfuncional y, si quieren, por la incompetencia de determinadas personas) seguirá una desgracia de producción humana de consecuencias imprevisibles.
Vienen tiempos de furia.
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