Levantarte por la mañana y mirar en una moderna aplicación de teléfono móvil, entre las toses de tu familia, los niveles de dióxido de azufre (S0â), ozono troposférico (O3), dióxido de nitrógeno (NOâ), monóxido de carbono (CO) y material particulado en suspensión que hay en el aire de tu ciudad. A esto parece habernos conducido el progreso.
Y esto es lo que muchos hemos estado haciendo durante las semanas más frías de Santiago de Chile, una de las ciudades más contaminadas de América Latina. Nuestros niños y ancianos son los más vulnerables a sus efectos, y si alguna vez se han quedado dramáticamente sin aire, literalmente ahogados durante unos minutos eternos, a buen seguro cada mañana desearás que los niveles de estos contaminantes no se disparen.
Estos días en Madrid se vienen rebasando todos los límites de O3, mientras un reciente estudio alerta de que el nivel de contaminación de muchas ciudades chinas —de las que no andan tan alejadas las chilenas— equivale a fumar 40 cigarrillos diarios. La contaminación del aire es un problema crucial de salud pública a escala global. Me temo que lo que ha imaginado la ficción en películas como Interstellar —un planeta literalmente irrespirable— ya se empieza a percibir en determinadas zonas del mundo. Veamos en detalle aquellas que más conozco.
Santiago es una ciudad, como tantas otras este siglo XXI, en la que ya se han normalizado las enfermedades cardiopulmonares. Todo el mundo sabe que las laringitis o las bronquitis obstructivas son habituales y las neumonías no son tan raras. Los médicos son muy conscientes y te apuntan sin dudar como causa común de la irritación de ojos o de las enfermedades antes mencionadas al aire contaminado.
Tal y como se reconoce desde el propio gobierno chileno la relación del SOâ, el NO2 y el Oâ con graves afecciones respiratorias es directa. El Primer Reporte Anual del Estado del Medio Ambiente en Chile cifraba, de una manera que se reconoce conservadora, en más de 4.000 muertes prematuras cardiopulmonares las causadas solamente por las partículas de 2,5 micras (PM2,5), por no hablar de las hospitalizaciones y tratamientos de urgencia que generan, o el daño económico ocasionado. Este particulado contaminante, al ser tan pequeño, entra directamente en los alveolos pulmonares. Las ultrafinas (menos de 0,1 micras) pasan con alta probabilidad a la sangre. Entre otros componentes tóxicos albergan metales pesados. La propia ley chilena indica que cada aumento de 10 microgramos por metro cúbico (µg/m3) en concentraciones diarias de PM2,5 aumenta la mortalidad un 1%.
Y sin embargo los estándares del gobierno chileno a partir de los cuales se decretan las alertas y preemergencias ambientales —por no hablar ya de la emergencia— superan con creces los marcados por la Organización Mundial de la Salud (OMS), como por otra parte es común en diversas ciudades latinoamericanas.
Lo anterior provoca que en la avanzada app gubernamental del teléfono aparezca un círculo verde —aire limpio—cuando se alcanzan en Santiago niveles diarios de 45 µg/m3 de PM2,5 o de 145 µg/m3 de PM10 (partículas algo más grandes, de hasta 10 micras). Esto se debe a que la norma en Chile se sitúa en 50 y 150 µg/m3 respectivamente. Todo ello cuando el máximo diario de la OMS es de 25 y 50 µg/m3 para cada una, recomendando no superarlo más de 3 días al año.
Es decir, respirar un día tras otro prácticamente dos y tres veces más de lo marcado por la OMS para este material particulado contaminante se considera en Chile aire limpio. De ahí que en la casi cotidiana alerta santiaguina del invierno (entre 80 y 109 µg/m3 diarios de PM2,5), o en la frecuente preemergencia (entre 110 y 169 µg/m3 diarios de PM2,5) —en las que se recomienda no hacer actividad física y hasta suspenden clases de gimnasia— si siguiéramos los estándares de la OMS la mitad del año estaríamos en emergencia ambiental. Recordemos: cada 10 µg/m3 diarios de PM2,5 aumenta un 1% la mortalidad.
Como casi todo aquí en Chile, si se piensa oligárquicamente se suele acertar, así que suponemos que ha de ser la presión de la industria una vez más —como por otra parte sucede en la UE— quien juega un papel destacado en esta permisividad legal. La razón reside en que con cada emergencia ambiental se detiene temporalmente el funcionamiento de las industrias más contaminantes, hasta 3.000 en la última decretada en junio, mientras que en preemergencia —ya van 16 este año en Santiago— son unas 1.300 las que cierran sus puertas.
Cerrar industrias seguramente aún repercute sobre el crecimiento del PIB del país en mayor medida de lo que se pierde por el enorme gasto sanitario asociado a la contaminación. Por tanto, hasta no encontrar el modo de seguir creciendo sin envenenarnos a nosotros mismos parece que seguirán las trampas al solitario en esta materia.
En un estudio que alertaba de la alta contaminación de la ciudad hace ya 15 años se especificaban los condicionantes que han hecho de una ciudad aún no convertida en megalópolis —se calculan solo unos 6 millones de habitantes— en una de las más contaminadas de América Latina y, durante el invierno, del mundo. La ciudad está rodeada casi por completo por la cordillera andina, lo que baja la velocidad de los vientos y estanca a menudo el llamado smog santiaguino (neologismo que procede las palabras inglesas smoke, humo, y fog, niebla). Además se produce el fenómeno denominado inversión térmica, según el cual en invierno el aire frío se queda taponado por el aire cálido que se conforma más arriba, producto de la influencia semipermanente del Anticiclón del Pacífico Sur. En el perímetro de la ciudad de Santiago hay miles de industrias, los sistemas para calentar los hogares son muy contaminantes, no para de crecer el parque automovilístico y los autobuses del Transantiago expulsan un humo negro terrible que no puede ser bueno.
En Santiago de Chile se da además un fenómeno que no es exclusivo de esta urbe, la llamada injusticia ambiental. Las zonas más pobres de la ciudad sufren temperaturas más cálidas, pues concentran las mayores acumulaciones de calor debido a la falta de vegetación y parques. Las denominadas islas frías urbanas son escasas en toda la ciudad, pero lo son aún más donde hay pobreza. Esto provoca una corriente de aire que circula de las zonas más ricas y arboladas del oriente a las más calientes en las que domina el cemento, trasladando a los barrios pobres la contaminación de sus industrias, vehículos o calefactores a leña.
Como se observa con las desigualdades económicas en general, estos desequilibrios locales en forma de injusticia ambiental se expanden a escala planetaria. Así, el 88% de las muertes prematuras por la contaminación del aire se producen en países de ingresos bajos o medianos.
En España se han estimado alrededor de 27.000 muertes prematuras anuales — en toda la Unión Europea ascienden a 450.000— por la contaminación atmosférica, 25.000 por PM2,5 y 1.800 por O3. El límite legal de la UE para las PM2,5 es también algo más del doble que el fijado por la OMS para estas partículas en suspensión. A pesar de esto, a día de hoy el 33% de la población española respira aire considerado legalmente contaminado. Es decir, más de 15 millones de personas. De seguir las normas de la OMS concluiríamos que 44 millones de personas, cerca del 100%, respira aire contaminado en España.
Este verano, con las olas de calor extremo sufridas, el llamado ozono malo (O3) en la Comunidad de Madrid ya se había disparado en julio respecto a otros meses, también en comparación con años anteriores, y ahora de nuevo ha vuelto a suceder en agosto. España suele ser en este sentido uno de los países de la UE con niveles más altos de este peligroso gas, que surge de la reacción que produce la radiación solar sobre el el NO2, el oxígeno y otros compuestos orgánicos volátiles, y que además resulta muy perjudicial para la vegetación. Como explican desde Ecologistas en acción, paradójicamente el O3 lo encontramos más alto en las periferias de las ciudades, donde se supone un aire más limpio, debido a que se descompone donde se dan altas concentraciones de monóxido de nitrógeno (NO), es decir, en los centros urbanos.
Junto al ozono, el mayor problema de la ciudad de Madrid está relacionado con el propio NO2, originado principalmente por los motores diésel en el tráfico urbano. A comienzos de 2015 se sufrió el llamado nitrogenazo, con 119 superaciones de los límites marcados en una sola semana. En cuanto al material particulado la fuente principal de emisión en Madrid también es el tráfico, y lo habitual es que en las estaciones de la capital se sobrepasen los límites anuales marcados por la OMS (10 µg/m3 de PM2,5), no así los establecidos legalmente a partir de las normas europeas (25 µg/m3).
En España la gente empieza a alertarse por las inusuales olas de calor mientras en Chile la secuencia de sequías y temporales marca una dramática tónica meteorológica los últimos años. El cambio climático, efectivamente, ya está aquí. Barack Obama acaba de presentar un plan de reducción de emisiones de dióxido de carbono (COâ) para Estados Unidos. Tarde e insuficiente, pero al fin algo se mueve. Hasta el Papa Francisco presiona alertando de lo urgente de la situación. La próxima conferencia sobre el cambio climático en París es una última oportunidad con mayúsculas.
Como decía al comienzo, más allá de la conciencia ambiental de cada cual, cuando hemos sufrido algún episodio en el que vemos a nuestros niños o ancianos ahogados por la contaminación que flota en la ciudad nos damos más cuenta que nunca de que aquello que anticipaban la ciencia ficción, los propios científicos y los ecologistas ya está aquí. El futuro lamentablemente era esto, toser y enfermar por un aire que estamos arruinando mientras consultamos impotentes aplicaciones de última generación. Pero aún podemos echar colectivamente el freno de emergencia. Ha de ser expeditivo, claro y radical. En este asunto no valen más excusas.