Al conocerse la magnitud de los atentados de Cataluña, los trabajadores de seguridad del aeropuerto de El Prat dieron un ejemplo de responsabilidad y de humanidad suspendiendo inmediatamente su huelga indefinida. Sin embargo, esos dramáticos acontecimientos también evitaron que pudiera hacerse un análisis a fondo del retroceso en materia de derechos que ha supuesto todo lo que ocurrió antes de eso y que fue una verdadera neutralización, dudosamente democrática, de aquella protesta. Lo que en mi primer artículo sobre este tema solo pretendía ser un titular irónico (Huelgas sí, pero sin molestar) se acabó convirtiendo en una estremecedora realidad. Tuvimos en nuestro país una huelga virtual que no generó perjuicio alguno para el empresario; asistimos a la madre de todas las huelgas: la que no se nota, no molesta y no sirve para nada.
Aunque no es algo nuevo en España, lo que les está ocurriendo a los trabajadores de Eulen representa uno de los ataques más globales y descarados contra este derecho consagrado en nuestra Constitución. De la noche a la mañana, los huelguistas fueron despojados por la fuerza de su única herramienta de presión frente al empresario. El Gobierno lo hizo sin disimulos, decretando unos servicios mínimos del 90% que, por si fuera poco, estuvieron vigilados y reforzados por agentes de la Guardia Civil. El resultado: menos colas y mayor agilidad en los controles de seguridad que si no hubiera huelga; un enorme éxito, por tanto, para quienes piensan que los derechos están para lucirlos y no para ejercerlos.
Dejando también en evidencia a los partidos políticos que aún dicen que se puede gobernar desde la oposición, el mismísimo Consejo de Ministros remató la faena cortando las orejas, el rabo y hasta los riñones de los trabajadores. Lo hizo por decreto, imponiendo a los huelguistas un laudo que ha dejado el tema en manos de un árbitro. Alguien ajeno al problema fue investido de plenos poderes para decidir cosas tales como la cuantía de la subida salarial o el número de puestos que deben crearse para reforzar la plantilla.
“El Elegido” por el dedo todopoderoso del Gobierno, Marcos Peña, dirá la próxima semana lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo o injusto; su resolución será la palabra de Dios. Aunque su veredicto, teóricamente, puede ser recurrido, en la realidad adquiere tintes definitivos. Si los trabajadores llevan su decisión a los tribunales, tendrán que esperar dos o tres años, como poco, hasta que se produzca el fallo. En ese tiempo no tendrán ni el derecho a convocar una sola huelga contra las nuevas condiciones laborales fijadas por el árbitro, por muy injustas que les parezcan.
Estamos ante un paso más en el largo camino que los sucesivos gobiernos centrales y algunos autonómicos han ido recorriendo para cargarse el derecho de huelga. Lo han venido haciendo, en primer lugar, estableciendo los servicios mínimos en los diferentes conflictos con absoluta parcialidad. La hemeroteca está repleta de sentencias judiciales anulando decretos de servicios mínimos por considerarlos “abusivos”. El problema es que esos fallos llegan meses o años después de producirse los hechos, es decir, cuando ya no hay remedio y ese “abuso” ha permitido minimizar o anular los efectos de una legítima protesta.
Aún más letal para el presente y el futuro de este derecho es la precariedad laboral. Los datos que conocimos el jueves de la pasada semana fueron muy significativos: de los dos millones de contratos que se firmaron en julio, solo el 7,8% fueron indefinidos frente al 25%, cerca de medio millón de hombres y mujeres, que tuvo que aceptar empleos de menos de una semana de duración ¿Quién se va a plantear, ni siquiera, tutear a su patrón con un contrato de horas o de un mísero puñado de días? Vivimos, gracias a las sucesivas reformas laborales, en la era de “lo tomas o lo dejas”… Una ley de la selva que demasiados currantes han asumido, comprando el discurso de que “es mejor cobrar 400 o 500 euros al mes que no poder llevar nada a casa.
Dentro de quince meses nuestra Constitución cumplirá 40 años. Cuando nuestros políticos hablan de la necesidad de reformarla, lo hacen pensando en actualizar la realidad territorial del país, en corregir la vena machista que sigue rigiendo el proceso de sucesión en la Corona o en conseguir que el Senado, de una puñetera vez, sirva para algo. Yo les pediría que, si siguen en esta línea involucionista (ojalá no sea así) aprovechen ese hermoso cumpleaños para darle una pátina de veracidad a nuestra Carta Magna. ¿Para qué mantener eso tan bonito como irreal de que “los españoles son iguales ante la ley”?; quítenlo y dolerá un poco menos recordar el trato que la Justicia brindó a la Infanta, la forma en que la Audiencia Nacional agasajó al testigo Mariano Rajoy o comprobar, cada día, como el robagallinas pisa la prisión mucho antes y por más tiempo que cualquier político o empresario corrupto. Usen el típex para que desaparezca eso de que “ninguna confesión religiosa tiene carácter estatal”, aquello de que se reconoce el derecho a “expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones” o eso otro de que “todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo”. Finalmente, eliminen directamente el artículo 28 en el que se establece “el derecho a sindicarse libremente” y “se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses”. Ahórrense, por tanto, los servicios mínimos, la Guardia Civil y los árbitros infalibles. Reprímannos, pero, al menos, no se rían de nosotros.