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Hablar, dialogar, negociar, pactar, ceder, rendirse y otros matices

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Habría que empezar por unas nociones básicas de vocabulario de la lengua española. “Hablar” es lo que hacen dos líderes políticos cuando se expresan mutuamente sus posturas sobre distintos asuntos. “Dialogar” implica ya una conversación más estructurada, quizá incluso encaminada a un propósito concreto. “Negociar” lleva implícito el deseo de ambas partes de llegar a un entendimiento, con el fin de solucionar un problema, o simplemente de convivir; lo hacemos todos cada día con nuestras parejas, nuestros hijos y nuestros vecinos. Comprende la necesidad de atender los deseos o intereses del otro. “Pactar” es lo que sucede cuando la negociación se concreta en un acuerdo válido. “Ceder” –también cede la fiebre, se relaja, remite– es lo que suelen hacer quienes se sientan a una mesa de negociación, aunque hay muchas formas imaginativas de encontrar terceros caminos: lo demostraron hace décadas Roger Fisher y William Ury con un método de negociación que se ha vuelto universal, basado en la negociación sobre principios y no sobre posiciones. 

Todas esas palabras forman parte del vocabulario de la resolución de conflictos. En cambio, “rendirse”, la que se empieza a escuchar a propósito de la amnistía, es una palabra fronteriza. Se puede usar metafóricamente, pero forma parte del núcleo esencial del vocabulario de la guerra. Este es el meollo del asunto, del que nos advirtió Clausewitz: la guerra constituye un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario. En la resolución de conflictos se asume la renuncia previa al uso de la fuerza pese a haber voluntades discrepantes, que adoptan el compromiso más o menos tenue de encontrar un camino de salida. En la guerra se aplica la fuerza. Y si la fuerza no funciona, se aplica más fuerza. Esta es la filosofía que impera desde hace décadas en Oriente Próximo, el lugar de una guerra calificada de “interminable”. 

Casi todas esas palabras, con sus matices, parecen haber caído en desuso entre la derecha española. Su léxico se ha empobrecido y para muchos dirigentes del PP “hablar” y “rendirse” son sinónimos (este principio no se aplica a Vox, porque no son el otro, sino una escisión del PP, por tanto, hablar con ellos no es traición, es soliloquio). 

Es asombroso cómo la derecha ha demonizado la idea misma de dialogar con quien piensa diferente: han convertido la principal herramienta de la política en un acto deplorable en sí mismo, al margen de cuál sea su propósito y su resultado. Lo pensaba el otro día escuchando a los familiares de los secuestrados israelíes: piden al Gobierno de Netanyahu que negocie, y luego, añaden algunos, que borre Gaza de la faz de la tierra. Distinguen perfectamente entre deseos e intereses: incluso quienes desean la venganza, admiten que su principal interés es el regreso de sus seres queridos con vida. En la derecha española la posibilidad de tender puentes con otros partidos ha colapsado, porque consideran que sólo deben obedecer a sus deseos. El mero hecho de tener intereses se juzga venal, cosa de mercachifles y traidores. ¿No sería razonable admitir como legítimo interés que un partido político quiera gobernar? Es una de sus principales funciones democráticas. ¿No sería razonable considerar la aspiración de Feijóo de gobernar tan legítima como la de Pedro Sánchez? Parece ser que no: supongo que los líderes más radicales del PP tacharían de blandengue a esa madre que quiere negociar con los secuestradores de su hija. 

No es un asunto menor esta maraña en la que está atrapada la derecha española, porque en cualquier país del mundo y en cualquier época, ha habido dos formas de solucionar los problemas: por la fuerza o dialogando. El hecho de denostar el diálogo per se no deja muchas alternativas democráticas. Supongo que esta actitud se puede achacar en parte al ADN de una derecha que ganó una guerra civil. En su memoria inconsciente, el uso de la fuerza es algo que puede salir bien, incluso fenomenal: cuarenta años en el poder. A través de las décadas, y pese a la transición democrática, esa convicción engarza con aquella terrible frase que Mariano Rajoy le espetó a Zapatero a propósito de ETA: “Si usted no cumple, le pondrán bombas; si no le ponen bombas será porque ha cedido”. Atribuyó la capacidad de desvelar la verdad de los hechos a los atentados terroristas, concediendo más verosimilitud a las bombas que a las palabras de un presidente elegido en las urnas. Como se ve hoy, ni hay bombas ni hubo cesiones, pero nadie del PP ha reconocido aún la virtud de aquel diálogo para lograr el fin del terrorismo. Es más, Ayuso ha dicho no hace mucho que ETA sigue viva, como si añorara los tiempos en que un enemigo que usa la fuerza para imponer su voluntad resultaba ser la mejor horma de su zapato. 

Es obvio que debe de haber gente en el PP que considera nefasta esta actitud incluso para sus propios intereses –legítimos– de gobernar algún día. Sería bueno que pudiéramos oír a esos dirigentes que no han arrojado el diálogo a la basura. En estos momentos parece que el PP al completo está contento con la idea de no hablar nunca con nadie más que con su propia escisión.