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Cómo estoy haciendo mi mudanza de Twitter

Imagen de archivo de un dispositivo móvil con la red social X. EFE/ Antonio Lacerda.

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Ayer me abrí una cuenta en bluesky (@Irenelozano.bsky.social). Empecé con dos seguidores generosos y sentí la ligereza de soltar lastre. No siento que esté abandonando Twitter, sino que Twitter me abandonó hace tiempo a mí, como a todos los que creemos en la necesidad de una conversación pública interesante, racional y constructiva. Aún no lo he dejado del todo: hace un par de días me cobraron el recibo mensual. Será el último y durante este mes aún trataré de convencer a quienes me leéis de que hagáis también la mudanza a bluesky. 

Hace unos meses escribí aquí que las elecciones en EEUU serían un punto de inflexión para reevaluar si continuar en esa red social o dejarlo. El resultado ha dejado claro que Elon Musk lo ha convertido en un pozo tóxico: difunde desinformación para estimular el racismo, el extremismo y el odio. Al tiempo, oculta o elude la emergencia climática y los problemas de desigualdad del mundo, entre ellos los de las mujeres. Todo eso lo hace en defensa de sus intereses egoístas. Dos medios muy relevantes, The Guardian y La Vanguardia, han decidido dejar de postear en Twitter en los últimos dos días, con argumentos similares.

En mi decisión ha pesado, más que el afán de no colaborar con los intereses personales y políticos de Musk, el hecho de que las redes sociales basan su negocio en el llamado “efecto red”. Y ese valor se lo damos nosotros: cuanta más gente hay, más aporta al usuario pertenecer. Marcharse a bluesky parece, en principio, una pérdida (en mi caso de casi 35.000 seguidores a cero). Pero es como cualquier relación tóxica. Cuando la dejas echas de menos las migajas que te daba, pero si te quedas estás perdiendo mucho más: la posibilidad de empezar a construir otra relación nueva. Y sana. Eso es lo que espero tener en bluesky.

Entiendo las razones de quienes argumentan que no se puede abandonar el campo de batalla para dejar a la ultraderecha campar a sus anchas en Twitter. Pero allí se juega con las cartas marcadas. Musk es el dueño del algoritmo: él establece las reglas. Y con las suyas siempre vamos a perder los que estamos convencidos de que ninguna sociedad puede avanzar sin grandes dosis de información fáctica fiable. Si quieren un mundo blanco y varonil, cerrado y paleto, envenenado por el odio, ahí lo tienen. Yo quiero otro. Ya bastante pesado resulta a veces cargar con la parte más energúmena del país propio como para cargar también con los trogloditas globales. El lugar donde uno nace no se elige, la red social en la que uno pone su atención, sí. Cuando sólo queden en X ese tipo de perfiles, sabremos que están hozando en su propia basura. 

Ahora deposito en bluesky mis esperanzas, con moderación. Su lema “Social Media as it Should Be” (la red social como debería ser), contiene una trampa. Las redes sociales -ya antes de Musk- están diseñadas para generar adicción: el scroll infinito, las notificaciones visuales, sonoras, etc., son configuraciones que buscan tenernos el mayor tiempo posible enganchados, mientras obtienen datos sobre nuestro comportamiento que son petróleo para los anunciantes. No es así como deberían ser. La tecnología no es neutral y su diseño tampoco. Parece mentira que hayamos llegado a añorar una red diseñada para aislarnos en cámaras de eco y filtros burbuja. 

En fin, siempre es preferible lo menos malo a lo peor.  Puesta en marcha por Jack Dorsey, el fundador de Twitter, Bluesky no es perfecta, pero que se convierta hoy en un refugio también revela el fracaso de Europa en dotarse de sus propios espacios de conversación pública. En todo caso, yo confío en que bluesky (y substack, para contenidos más extensos), vuelva a darme alegrías como descubrir gente de la que aprender, leer contenidos relevantes y comprender mejor la realidad. Al menos esa esperanza merece una oportunidad.

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