Nada más engañoso ni más embaucador que ese aforismo según el cual “quien no conoce la Historia está condenado a repetirla”. ¿Qué es “la Historia” cuando se presenta con mayúscula y sin objeto alguno al que venga referida? Es siempre historia de la nación: batallas, reyes, fronteras, imperios. Cuando se habla de Historia a secas, ha de añadirse de inmediato el apellido: nacional. La propia expresión lleva dentro su veneno.
Comparto, por descontado, los diferentes alegatos contra la manipulación nacionalista de la historia, pero me pregunto si tal manipulación no es en buena medida consustancial a la propia disciplina. Esto es, me malicio si la sola creencia en algo llamado “la Historia”, así en abstracto, no es sino puro nacionalismo travestido de modo más o menos inconsciente en un saber académico supuestamente neutral y objetivo.
Y basta ojear cualquier manual escolar para confirmar las sospechas. Aunque modernizados en lo relativo a la mera forma (películas, documentales, cd's, powerpoints, youtubes y demás lujuria tecnológica) el contenido continúa siendo en buena medida eminentemente nacional. Las dinastías, las gestas, la paulatina extensión de los imperios… todo eso no es atributo de las gentes, sino de la nación. Es la nación –¿qué otra cosa si no?– la que gana y pierde batallas, la que avanza y retrocede y la que protagoniza los siglos, coloreando el mapa a su paso y ejecutando así “la Historia”.
Nada nos dirá ese relato –repetido año a año, curso a curso, fecha a fecha– de la humanidad de carne y hueso. Nada que nos acerque a los hombres y mujeres del pasado y a cómo vivían, a cómo pensaban, al idioma que hablaban, a sus creencias tras la muerte, a su medicina, a su ciencia, a su concepción de la amistad, a su vivencia del amor, a cómo se divertían, a sus fiestas, a sus funerales, a sus trabajos diarios.
Aunque ellos sí que nos desvelarían al hombre y a la mujer del pasado, ciertos saberes se relegan, adjudicándose a disciplinas subsidiarias: historia de la música, de la vida privada, de la gastronomía, y de lo que infinitamente se tercie. Se trata de aquellas historias –supuestamente menores– en las que el objeto historiado se explicita. Se edifican sobre lo común, sobre lo humano, y, frente a la levantada sobre la nación, tienden a unirnos en una misma comprensión de la humanidad, porque son la historia de las necesidades e impulsos que nos unen, y no de las fronteras que nos separan.
Por eso es contra la Historia sin apellidos contra la que hay que alzarse, porque ella misma es un producto de la nación y de los impulsos que la mueven: el orgullo, el resplandor de la victoria, la dominación. Nada mejor para hacerlo que reflexionar sobre la categoría de “extranjero”, exclusivamente nacional, que esas clases de historia nos han inoculado: acabamos creyendo que extranjero es el que vive hoy a 200 kilómetros, en otro país, pero no el que vivió aquí hace 200 años. Solo la superchería de la nación, lanzada como un fantasmal hilo identitario hacia el pasado, puede obrar semejante despropósito: tenemos mucho más en común con un dentista de Rabat que con un mercenario de los Tercios de Flandes, un marinero de la Pinta o un campesino de nuestro (¿?) Siglo de Oro. Todos los últimos eran fundamentalistas, analfabetos y convivían sin mayores problemas en un sistema esclavista… ¿quién es más “de los nuestros”? Sólo piensen a quién preferirían para que su hijo –no digamos hija– comparta piso de estudiantes.
Todas las diferencias relevantes –todo lo que de verdad y hasta la médula es lo humano, de hecho– quedan ocultas bajo el mantón perfectamente metafísico de la “españolidad”. Para acabar con Vox y con el resto de nacionalismos, españoles o no, no es más Historia –sin apellidos– lo que hace falta… ¡es menos! El problema no es tanto “que asignemos en nuestro relato claras identidades de buenos y malos, víctimas y verdugos, vinculando a nuestro grupo actual con los buenos”, como se ha dicho alguna vez. El problema es previo, y mucho más sibilino. El problema de verdad consiste en que, tal y como se sigue enseñando, la Historia permanece atada al mito de lo “nuestro” y de la identidad, y “lo nuestro” no es en buena medida más que una proyección del presente hacia el pasado. Nadie se pone a historiar la informática del siglo XII, sabemos que no la había. Pero sí historiamos, con la mayor naturalidad, la España, la Euskadi o la Indonesia del Medievo. Creamos un objeto que no estaba allí. Eso es “la historia” cuando se la nombra sin apellidos.
Ese hilo que se lanza hacia el pasado transforma a seres no solo muertos, sino además completamente otros mientras respiraban –perfectos extranjeros que, por más que vivieran sobre el mismo suelo que ahora pisamos, ni remotamente hablaban, sentían o pensaban como nosotros– en nuestros compatriotas; y lo hace por encima –esto es lo sangrante– de las personas a las que vemos hoy sufrir y padecer ante nuestros ojos, sin que los consideremos, sin embargo, parte de nuestra patria. No es que asignemos papeles morales a unos y no a otros, es que es esa misma concepción de la historia la que construye, en su propio desplegarse, un “nosotros” y un “ellos” completamente desquiciado desde un punto de vista moral. Aprender esa historia no constituye un antídoto contra la barbarie, constituye su alimento.