Horizontes de saturación

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Nuestra realidad está atravesada por decenas de líneas invisibles. De la mayoría no tuvimos noticia hasta el siglo XIX, cuando los filósofos naturales empezaron a pensar en nuestro sistema como un todo y a recopilar datos por todo el planeta. 

La semilla la puso Alexander von Humboldt en 1806 con la publicación de su Ensayo sobre la geografía de las plantas. En el libro, el naturalista alemán publicó un gráfico en el que reflejaba los datos de la humedad, la temperatura y las especies vegetales que registró en diferentes altitudes mientras ascendía junto a Aimé Bonpland hacia la cumbre del Chimborazo. Poco tiempo después, organizó los datos de temperatura en las diferentes regiones del planeta y creó el primer mapa de isotermas (líneas de igual temperatura), que inspiró la creación de las isobaras (líneas de igual presión atmosférica) e impulsó el nacimiento de una nueva ciencia del clima.

En los siguientes años, los físicos descubrieron otros horizontes cambiantes a nuestro alrededor: la línea invisible que marca la formación de nubes, la que separa nuestro cielo turbulento de la estratosfera o las líneas magnéticas que rodean nuestro planeta y lo protegen de las tormentas solares. Al examinar las rocas, los geólogos identificaron bajo tierra las líneas de los diferentes estratos, e incluso adivinaron la existencia de las distintas capas de nuestro planeta hasta llegar al núcleo. Y al sondear los océanos, los científicos descubrieron las líneas invisibles de las corrientes marinas, las que marcan las diferencias de temperatura y de salinidad, o las que señalan el inicio de la oscuridad abisal.

Fue al terminar el siglo XX cuando algunos investigadores empezaron a revelar una realidad inesperada y preocupante. La actividad humana estaba desplazando algunas de aquellas líneas, en especial las que tienen que ver con la vida. El aumento de temperatura por nuestras emisiones, la invasión de los ecosistemas y nuestros conflictos están alterando la configuración del planeta a una escala nunca vista. Hoy sabemos, por ejemplo, que los intensos bombardeos de la segunda guerra mundial cambiaron la altura de la ionosfera o que las pruebas nucleares llevadas a cabo durante las décadas posteriores alteraron la configuración atmosférica y hasta movieron los cinturones de radiación de la Tierra.

Paralelamente, nuestras emisiones de CO2 están contribuyendo a acidificar el océano y la línea que marca el nivel de acidez que impide la formación de conchas de millones de microorganismos (la llamada lisoclina) se está moviendo de forma acelerada. Estas zonas críticas, que se conocen genéricamente como “horizontes de saturación”, se han movido entre 50 y 200 metros en comparación con los niveles en los que se encontraban a comienzos del siglo XIX. En algunas regiones del Atlántico están ascendiendo a un ritmo de hasta 10 o 15 metros por año, estrechando el hábitat de muchos organismos que forman concha calcárea, fundamentales en la producción de oxígeno, la fijación de carbono y las cadenas de alimentación.

Hace unos años, al regresar al Chimborazo y revisar los datos de Humboldt y Bonpland, un equipo de investigadores descubrió que, dos siglos después, las líneas que habían marcado los dos naturalistas también se habían desplazado. El límite de crecimiento de muchas de las especies de plantas que ellos habían documentado en 1802 habían subido más de 500 metros, desde la cota de los 4.600 hasta los 5.185 metros. En el Teide, un equipo de investigadores españoles descubrió recientemente que las violetas que había documentado Humboldt a su paso por Tenerife en 1799 también habían subido de los 3.300 a los 3.700 metros, una carrera de 400 metros hacia arriba que pronto las dejará sin espacio para escapar. 

En todo el planeta hay un movimiento masivo de especies hacia las alturas y a latitudes más extremas, en busca de condiciones más favorables. Las líneas que atraviesan la biosfera y marcan las condiciones óptimas de vida se están desplazando hacia nuevas ubicaciones y se ciernen sobre nosotros como una jauja invisible. No es una simple metáfora: se prevé que en los próximos años la crisis climática espoleé la migración de millones de seres humanos hacia lugares del planeta más habitables. Será un poco como en La historia interminable, de Michael Ende, solo que ahora serán las criaturas reales, y no las imaginarias, las que se verán forzadas a huir de una línea de destrucción que ya se está tragando especies y ecosistemas a medida que avanza. Y, esta vez, esa “Nada” que amenaza con devorar la realidad somos nosotros mismos.