La huella de arena de tus vacaciones

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No, no es el título de una canción de verano empalagosa. Resulta que a lo largo de esta semana el suelo de nuestro apartamento se ha ido llenando de arena. Lenta, paulatinamente e inexorablemente. Y tampoco es un cuento de Borges. Primero fue principalmente el plato de la ducha y el terrazo del balcón donde tendemos, pero los granos finos se han ido extendiendo por toda la casa como una tormenta del desierto, creando rincones y montículos propios. Su presencia denota movimiento, vida, trasiego, salud y, en este caso, vacaciones. Acumulaciones que recogeremos someramente el último día antes de irnos pero que no limpiaremos en profundidad porque, ¿cuál será el mejor modo de limpiar la arena del suelo?, me pregunto. ¿Barriendo no la estamos simplemente mandando de un rincón a otro? Nos falta conocimiento experto para saberlo. 

Igual que medimos la huella de carbono de nuestros movimientos y desplazamientos, ¿por qué no somos conscientes de nuestra huella de arena? ¿Quién se hará cargo de ella? Imagino una mujer. Pienso en su salario, literalmente, cargado de salitre. Pero, ¿será justo? ¿Estará asegurada? ¿Cobrará por apartamento terminado independientemente de cómo se lo encuentre y lo que tarde en desarenarlo? Y lo más urgente: ¿han tenido estas cuestiones algún peso a la hora de reservar nuestras vacaciones? No. Nos fijamos en si había o no piscina y en la cercanía o lejanía con la playa. Pero el castellet de muchas de nuestras vacaciones está sostenido por esas limpiadoras y demás personas de “mantenimiento”. ¿Quién pone a punto esta maquinaria vacacional? ¿Cuánto del dinero de la reserva hecha en Booking o cualquier otra plataforma llega al bolsillo de estas personas? Me pregunto mientras sigo con el interés de una final olímpica el avance del crowdfunding de la Central de Reservas de las Kellys, un proyecto del Sindicato de las Kellys de Cataluña para hacer un Booking del bien, una plataforma donde la arena se retire limpiamente de cada habitación de recreo. 

Contado ahora parece irreal pero hace años tuve una jefa llamada Kelly. Era la encargada de contratar a las camareras de planta de uno de los hoteles de Edimburgo perteneciente a una conocida cadena multinacional en el que trabajé durante unos meses. Para mí era una suerte de turismo laboral. Lo hacía para pagarme la estancia veraniega en Escocia y las entradas del festival de teatro. Cada habitación desordenada y sucia me retaba a buscar restos de los viajeros que fueran pretexto para escribir otro cuento. Jugaba a comer cruasanes intactos del servicio de habitaciones, a tratar de descifrar en la cantina si lo que hablaban aquellos otros empleados pelirrojos era el mismo inglés que yo había aprendido en el instituto. De eso vivimos la gente que escribimos: de detritus. Recuerdo que la bata de rayas del uniforme me quedaba a reventar. Con ella me sentía como una secundaria de Fellini surcando los pasillos detrás del carrito. Pero con ella también venía un contrato directo con el hotel y un sueldo digno, un salario semanal que no tenía relación con el número de habitaciones que pudiéramos limpiar al día.

Aún así, yo era eficaz. Al poco de estar allí, Kelly me ofreció ampliar mi media jornada a una completa. Yo era un filón. Era joven y fuerte. No tenía más que hacer que ir a trabajar y al teatro. Tenía 26 años y unas Patrick Ewing grises con las que volaba sobre la moqueta mullida. No me quejaba y no cambiaba los turnos: era una empleada fácil. Pero una compañera me contó un día en el green que había delante del hotel que la misma jefa que tan maja era conmigo la maltrataba sistemáticamente. Se reía de su inglés a la menor oportunidad, y aquel mismo día, sin ir más lejos, la había obligado a terminar su turno a pesar de haberse lesionado una mano a primera hora haciendo una cama. Allí se forjó nuestra amistad de camareras de planta. Cuando Kelly llegó con una bata nueva de mi talla y la ampliación del contrato en firme le tuve que explicar abruptamente que me iba, que no podía seguir trabajando con una Kelly que maltrataba a las otras kellys. Desde entonces, nunca olvido esto cuando me alojo en un hotel. 

¿Cuál es la huella de arena de tus vacaciones?¿Quién la limpiará cuando volváis a casa? Tal vez el próximo verano, si este crowdfunding chuta (¡hagámoslo posible!), podamos todas reservar en una plataforma cristalina donde haya kellys contentas y hoteles organizados en torno a una ética imprescindible. Si ya hemos conseguido interiorizar la huella de carbono, hagamos lo propio con la de arena. Escribamos una nueva página de nuestra manera de hacer la vacación, que ya sabemos que no se hace sola, ni se hace justa. Gracias, kellys, yo reservo con vosotras.