Soy ateo, pero nunca he sido anticlerical. Respeto profundamente el derecho que cada cual tiene a profesar la religión en la que cree. Tanto es así que en esta misma tribuna defendí la necesidad democrática de que la misa de los domingos, al igual que los ritos de otras confesiones religiosas, siguiera emitiéndose en la televisión pública. Sí soy partidario de acabar con los privilegios y las subvenciones millonarias que recibe la Iglesia católica. No es que haya asumido la idea lanzada por un peligroso rojo bolivariano; me he limitado a leer esa Constitución, que está tan de moda, y que define a España como un estado aconfesional.
Más allá de eso, pienso que el único límite que debe imponerse a las distintas religiones es el del respeto a la legalidad, a los derechos humanos y a los valores democráticos. Si un imán llama a la yihad o anima a maltratar mujeres, debe ser detenido, procesado y encarcelado. Si un testigo de Jehová pone en riesgo la vida de su hijo al negarle una transfusión de sangre, las autoridades tienen que retirarle la custodia. Si el líder de una secta promueve suicidios colectivos… pues eso, al trullo con él.
El problema es que esa unanimidad a la hora de frenar los excesos cometidos en nombre del Islam o de otras confesiones religiosas se convierten en tolerancia cuando hablamos de la Iglesia católica. Aquí se sigue permitiendo, por mucho que digan, el encubrimiento de la pederastia. A los violadores de niños se les trasladaba de parroquia o se les “juzgaba” en unos tribunales eclesiásticos que funcionaban en la más absoluta alegalidad e ilegalidad. Tribunales que castigaban y castigan con durísimas penas consistentes en retirar temporalmente a los culpables del servicio, rezar unos cuantos padrenuestros y varias avemarías. ¿Digo alguna barbaridad si afirmo que el pederasta debe ir a la cárcel, tenga o no sotana? ¿Soy un “quemaiglesias” si me indigno porque sus encubridores queden impunes… ya sean cardenales, obispos o el mismísimo Papa de Roma?
A ese cáncer global, llamado pederastia, que afecta a toda la Iglesia, hay que sumar otro mal que gangrena a su rama española. Desde la muerte del dictador, los demócratas de este país no hemos hecho más que poner la otra mejilla ante las numerosas bofetadas totalitarias que nos propinaba la cúpula católica. Toleramos que custodiaran ese valle de la infamia que sigue en pie en Cuelgamuros. Permitimos que albergaran en sus templos las tumbas de asesinos como Queipo de Llano. Soportamos que se resistieran a retirar símbolos franquistas de las paredes de sus iglesias. Miramos para otro lado cuando celebraban misas en las que se cantaba el Cara el Sol y se humillaba a las víctimas de la dictadura.
No sé a ustedes, pero a mí se me ha acabado la paciencia y la tolerancia después de recibir las últimas hostias, que no eran, precisamente, consagradas. La Conferencia Episcopal, 82 años después del golpe de Estado que acabó con la democracia republicana, ha vuelto a elegir bando y ha vuelto a apostar por los fascistas. Después de reír durante años las bravuconadas del franquista despreciable que tienen como abad en el Valle de los Caídos, ahora confabulan con la familia Franco para que el tirano acabe enterrado en la Catedral de la Almudena, en pleno centro de Madrid. Después de negarse a pedir perdón por haber legitimado 40 años de dictadura, ahora sus vírgenes aparecen vestidas con mantones falangistas y sus curas piden a Dios que cuide de las almas de Franco y de José Antonio o se dedican a hacen peinetas a los familiares de las víctimas.
Tengo claro que no todos los sacerdotes católicos comulgan con estas prácticas. Es muy probable que ni siquiera representen una mayoría. Sin embargo, las voces discordantes entre los religiosos se cuentan con los dedos de una mano. Una mayoría encabezada por sus jefes, calla y, por lo tanto, otorga. Después de la visita de la vicepresidenta del Gobierno a El Vaticano, el Papa tampoco tiene ya excusas. Él es el principal culpable de lo que está ocurriendo y de lo que pueda ocurrir.
Hoy la Iglesia española está fuera de la ley. Desde la Conferencia Episcopal hasta no pocos de sus sacerdotes incumplen sistemáticamente la Ley de Memoria Histórica. ¿Por qué la Fiscalía no ha actuado de oficio en ninguno de los casos en que se ha vulnerado esta norma? ¿Por qué es tan firme con los titiriteros y tan permisiva con las sotanas?
Nunca generalizaré porque respeto a los creyentes y admiro a muchos religiosos y religiosas que dedican su vida a mejorar la de la gente en barrios humildes de Madrid, Sevilla, Río de Janeiro o Adís Abeba. Nunca seré anticlerical, pero ya soy anti este Papa y anti esta Conferencia Episcopal. Me he cansado de que defiendan el fascismo. Estoy harto de que humillen a las víctimas.
Jorge Mario Bergoglio y Ricardo Blázquez deberían reflexionar sobre las palabras que escribió en pleno periodo republicano uno de sus colegas. Eloy Montero Gutiérrez, que años después sería uno de los religiosos de cabecera del dictador, era plenamente consciente de que el anticlericalismo existente no había surgido de la nada: «¿Qué hemos hecho sobre todo con el pueblo? Nos quejamos de que se nos ha ido de las manos; pero ¿es que no tenemos culpa de su alejamiento de la Iglesia? ¿Es que nos hemos acercado como debíamos a las clases populares? ¿Es que hemos ido a buscar al pueblo donde quiera que se hallase? ¿Es que nos hemos sacrificado por los humildes, por los desgraciados, por los pobres? ¿Es que hemos defendido los derechos legítimos de esas clases populares con la valentía necesaria, aun exponiéndonos a la enemistad de los grandes y de los poderosos y de los ricos?». Señores Bergoglio y Blázquez, ¿es que no tienen ustedes la culpa de que haya tenido que escribir este artículo?