Mi hija adolescente se pasó la mañana del 8M pintando con sus amigas y compañeras de clase pancartas caseras de cartón para irse a la mani. Todas con camisetas, pañuelos y pinturas violetas en la cara. Mi otra hija, de 20 años, lleva ya unas cuantas movilizaciones a la espalda.
El 8M es imparable porque las más jóvenes ya están aquí cogiendo el relevo. Las chicas han dado varios pasos al frente y sin olvidarse de todo lo luchado y conseguido por sus madres y sus abuelas, están dejando muy claro que no están dispuestas a esperar décadas para lograr la igualdad real en el trabajo, en casa y en la calle.
El movimiento feminista es plural por supuesto pero es fundamentalmente político y su gran éxito es que ha obligado a todos los partidos a moverse. El año pasado, Podemos fue el primero que vio bien el tsunami; el PSOE titubeó ante la huelga y PP y Ciudadanos se pusieron frontalmente en contra. Este año, en vísperas electorales, los socialistas ya no han tenido dudas; Ciudadanos ha reinventado el feminismo liberal y Casado ha intentado compensar sus continuos patinazos en este tema improvisando unas cuantas propuestas de conciliación.
En el 8M, la calle va muy por delante de los sindicatos o de los partidos, muy alejados de los movimientos de fondo que vienen de los institutos y las Universidades.
La derecha se lleva las manos a la cabeza y lamenta compungida la politización del feminismo en lo que no es más que un intento de desprestigiar un movimiento que ha ido logrando sus objetivos porque las mujeres de los partidos progresistas, sobre todo el PSOE han ido arrancando a sus compañeros hombres leyes como la de igualdad, violencia de género o el aborto.
Y no ha sido nada fácil porque muchos hombres viven este fenómeno como una amenaza al status quo que hemos disfrutado controlando todos los resortes del poder. No es una guerra contra los hombres pero si contra el poder de los hombres.