Nuestro legislador, frecuentemente, tiene la tentacioÌn de promulgar leyes que sean absolutamente pioneras, asombro y pasmo de la comunidad internacional. A veces dan en el clavo, como el reloj parado que da la hora correcta dos veces al diÌa, y un ejemplo perfecto vendriÌa a ser la ley que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo. Claro estaÌ que el esfuerzo exigido no era muy grande, apenas anÌadir 18 palabras al artiÌculo 44 del CoÌdigo Civil. Cuando la génesis legislativa requiere algo maÌs de teÌcnica y conocimientos juriÌdicos, o precisa de mecanismos de financiacioÌn importantes, en cambio, suelen fastidiarla bastante.
Ejemplo de esto uÌltimo es la conocida como “Ley de Dependencia” (su nombre oficial es algo maÌs farragoso), una maravilla de poliÌtica social, pero cuyo disenÌo de financiacioÌn claramente defectuoso ha dejado sus disposiciones en un cruel sarcasmo para muchos de sus teóricos beneficiarios. Es frecuente que la ley sea tan draconiana y garantista que cumplirla a rajatabla sea casi imposible, con lo cual se consigue un perverso resultado: tras un periodo inicial de “miedo en el cuerpo”, la ciudadaniÌa se relaja y pasa a darle a la normativa vigente ese cumplimiento disipado que nos ha hecho célebres en el mundo entero. Pero no soÌlo los paisanos de a pie. La Justicia tambieÌn acaba incumpliendo las leyes, porque si no, le resulta imposible hacer su trabajo. En este caso, la causa es exactamente la inversa: la Ley de Enjuiciamiento Criminal es tan obsoleta y anacrónica, que tratar de juzgar casos modernos conforme a sus disposiciones, al pie de la letra, podría colapsar los juzgados. Más de lo que lo están ahora.
Les pongo un ejemplo: el artículo 170 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal exige que las notificaciones personales se realicen mediante lectura íntegra de la resolución. Las toneladas de resoluciones que se notifican a diario por los juzgados españoles implicarían que los funcionarios pasaran todo el día yendo de un lugar a otro, leyendo autos y providencias prácticamente idénticas, ante abogados, procuradores, fiscales y ciudadanos particulares con cosas mucho más urgentes que hacer que estar allí delante contemplándoles. Ojo, cuando hablo de pasar todo el día, no me refiero a la jornada laboral.
Me refiero a las 24 horas, segundo a segundo, sin parar. No se imaginan la cantidad de papel que puede generar un Juzgado. En ese sentido, la Justicia española se basta y se sobra para acabar con un buen trozo de la selva amazónica. Así que no se hace. Leer, digo. Se manda el papel y listo.
¿Otro ejemplo? El artículo 786, apartado 2º, de la misma ley exige que los juicios comiencen por la lectura en voz alta de los escritos de acusación y defensa. Si esta norma se cumpliese escrupulosamente, el juicio por el desastre del Prestige probablemente no terminaría hasta la próxima glaciación, porque estamos hablando de 55 acusaciones particulares y tres defensas. Sólo el escrito de acusación del fiscal son 186 folios, y eso que el Ministerio Público suele ser conciso, breve e ir directo al asunto. Si los abogados particulares se han adornado un poco, la cosa puede dejar a la saga de “Canción de hielo y fuego” a la altura de un haiku.
Así que multipliquen, y echen cuentas del tiempo que haría falta. Y ahora, piensen detenidamente en si sirve para algo, leer en voz alta un documento que todo el mundo implicado en el asunto se ha leído en su casa ya hace semanas. La respuesta es no, ¿verdad? Coinciden en ello con la Administración de Justicia, que ignora esta norma anacrónica e irreal. Lo curioso es que la redacción de este artículo proviene de 2002, de una reforma llamada de “agilización de la Justicia”, y diseñada para crear “juicios rápidos”.
Así que, como ven, somos expertos en crear leyes imposibles de cumplir. O cuyo cumplimiento resulta en una pesadilla. Les pongo otro ejemplo. Imagínense un sujeto que resulta condenado por un delito grave, a una pena de seis años de prisión, en un juicio celebrado con todas las garantías ante una Audiencia Provincial, compuesta por tres magistrados profesionales, juristas de extraordinaria cualificación. A pesar de la condena, la sentencia no es firme, porque todavía cabe recurso contra ella. En este caso, un recurso de casación ante la Sala 2ª del Tribunal Supremo. El problema es que las sentencias sólo se pueden ejecutar cuando son firmes.
Y sólo son firmes cuando ya no cabe recurso dentro del sistema judicial ordinario (el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional es otra cosa). Por lo tanto, no se puede meter en la cárcel al acusado, ya condenado, hasta que el Tribunal Supremo resuelva, a no ser que se haga como preso preventivo. Esto no es ninguna tontería, porque el cuello de botella que supone un único tribunal para despachar todos los recursos dictados contra las 50 audiencias provinciales, con sus correspondientes secciones, genera un atasco y un retraso de proporciones épicas. La situación de preso preventivo podría prolongarse durante años. Así que, en el caso que les relato, la Audiencia optó por dejar al sujeto en libertad provisional.
Ustedes creerán que me estoy refiriendo a un conocido político, que llegó incluso a ministro, y que estoy justificando el trato de favor que la Justicia da a los poderosos y tal. Pues lo siento, aunque el supuesto procesal sea idéntico, yo les estaba hablando de un emigrante dominicano en situación irregular, que fue condenado a seis años por colaborar a introducir un kilogramo de cocaína, al 50% de pureza, en España. Y no lo hizo como mulero, llevando bolas de droga dentro de su cuerpo, no. Lo hizo recibiendo un paquete postal desde la comodidad de su casa. El caso es que, una vez condenado, y a la espera de que el Supremo decida sobre el recurso de casación que presentó su defensa, el tipo está en la calle, libre como un pájaro.
A veces no sé qué me da más miedo, si que las leyes se cumplan, o que no se cumplan.