Con la crisis y el alto nivel de desempleo, sobre todo el de largo plazo, se ha vuelto a poner en boga en algunos sectores la propuesta de una renta básica universal pagada directamente por el Estado. Sin embargo, puede haber una propuesta interesante que produce unos resultados similares: un impuesto negativo sobre la renta. La adelantó en los años 40 la conservadora británica Juliet Rhys-Williams, y posteriormente el propio Milton Friedman en 1962, pese a todo un “conservador con un programa de bienestar social”, como lo definió un artículo en The New York Times a su muerte en 2006. La idea vuelve ahora, y no por casualidad, de la mano de otros proponentes como Erick Brynjolfsson y Andrew McAfee, en su The Second Machine Age (La segunda era de las máquinas), y no por casualidad, pues esta era está redefiniendo el entorno no sólo económico sino también social.
La renta básica generalizada tiene sus propios problemas, pues iría no sólo a los más necesitados, sino incluso a los acomodados. En una de sus aproximaciones Tony Blair la experimentó en el Reino Unido con un plus fiscal que se aplicó a todos y que en época de bonanzas sirvió a las clases medias como suplementos para viajes u otros gastos no necesarios. Además, la renta básica implicaría un nivel de gastos que en la actualidad los Estados no podrían permitirse. El impuesto negativo sobre la renta no está, sin embargo, exento de problemas. Y de hecho, cuando se propuso desde sectores ultra-liberales (no como vuelve en la actualidad) era para suprimir a cambio buena parte de los gastos del Estado del bienestar.
Se ha experimentando en algunos casos en EEUU e incluso en Israel. ¿Cómo funcionaría un impuesto negativo sobre la renta? Se establecería un nivel de ingresos mínimo deseable. Y si no se llega, incluso trabajando, la diferencia sería cubierta por una tasa negativa. Así, si el nivel deseable, por citar un ejemplo se fijara en 20.000 euros anuales para una familia de cuatro, y la tasa de renta negativa en un 50%, (el tipo que proponía Friedman), la familia que ganara 10.000 euros recibiría el 50% de la diferencia entre esto y el nivel deseable, es decir, 5.000 euros suplementarios del Estado, con lo que sus ingresos ascenderían a 15.000. Una persona sin ingresos recibiría 10.000. Y lo podría hacer a través de declaraciones anuales o trimestrales.
Esto aseguraría un cierto ingreso mínimo para las personas que se mantendrían así como consumidores, a la vez que alentándoles a permanecer en el mercado de trabajo y a buscar empleo, en contra de lo que a menudo se dice. Si el renacimiento de la propuesta tiene sentido es porque estamos en una época de falta de empleo, de una cobertura del paro insuficiente, de trabajos en precario o de bajos salarios en algunos sectores y ocupaciones, que se puede agravar con la automatización y los robots en esta nueva era de las máquinas y de la globalización.
El mayor problema –cálculos presupuestarios aparte- puede versar sobre el apoyo que puede recibir tal medida por parte de los contribuyentes positivos. Ocurriría también con una renta mínima garantizada. O con la idea de un Estado de bienestar dirigido a los más necesitados. Si las clases medias no se benefician del Estado del bienestar –de la educación y de la sanidad públicas, principalmente- éste perderá su apoyo. Es algo que puede estar ocurriendo en España (aunque no en Alemania o Francia, donde la universalidad se mantiene en estos ámbitos). Un impuesto negativo sobre la renta puede resultar sumamente progresivo, aunque corre el riesgo no sólo de estigmatizar a los receptores, sino de perder el apoyo de los ciudadanos que más contribuirían a su financiación. Sin embargo, vale la pena estudiarlo más a fondo, pues es un tipo de medida que puede ser sumamente relevante en un entorno de bajo salarios y de pobreza ya no sólo de los desempleados, sino de muchos con trabajos mal remunerados.