Incertezas
Tengo yo un amigo que, entre otras cosas, se dedica a matar ratones. Lo hace partiéndoles el espinazo con un bolígrafo porque, al parecer, es la forma menos traumática para los pobres animales. Le pagan por ello, aunque no es el dinero lo que le impulsa a levantarse cada mañana, muy lejos de su casa y de su país, coger la bici, pedalear media hora y meterse en el laboratorio. Lo que le empuja es saber que su trabajo constituye un eslabón en una cadena que podría, algún día, acabar con el cáncer.
Estas navidades, tras una botella de vino y varios gin-tonics, le pregunté cómo se sentía cuando el colectivo animalista le tildaba de monstruo. Me respondió, con esa gravedad que empaña a veces las borracheras, algo parecido a esto:
“Mira, estoy seguro de que, en el futuro, cuando la experimentación animal ya no sea necesaria, esto que yo hago será visto como una barbaridad. Nadie lo entenderá. Todo el mundo pensará, como piensan ahora los animalistas, que quienes hacíamos este tipo de cosas éramos monstruos. Pero la verdad es que, hoy por hoy, no hay forma de investigar el cáncer que no pase por la experimentación con animales. ¿Me hace eso un monstruo? Ahora te digo que no, claro. Pero pregúntamelo otra vez dentro de treinta o cuarenta años”.
Toda una lección de incerteza, pilar de la ciencia y del pensamiento crítico. Un sentimiento insólito en estos días en que todo el mundo parece muy seguro de que sus opiniones son las correctas, signifique eso lo que signifique. Basta con echar un ojo a las redes sociales, capital de la certeza contemporánea.
Hace unos días tuvo lugar en Twitter el enésimo aquelarre del año. Lo provocó una palabra, mujerage, y unos semáforos con falda. Fueron muchos, hombres y mujeres, quienes, con una seguridad pasmosa, afirmaron que las medidas adoptadas por los ayuntamientos de Barcelona y Valencia eran una completa estupidez. Y punto.
Como las sinapsis neuronales son caprichosas, aquella polémica hizo que recordara a mi amigo, el mataratones profesional, y su navideña confesión etílica. No es que tenga nada que ver, es evidente; no puede comprarse una cosa con la otra en ningún sentido. Salvo en uno. Se me ocurrió, verán, que alguien debería apuntar los nombres de todas las personas que tan seguras se muestran de lo estúpido de esas medidas para preguntarles al respecto dentro de treinta o cuarenta años. Cuando, de la mano de sus nietas, crucen un (quizá ya estandarizado) “semáforo igualitario”.
Pero, ¿es o no es una estupidez?, insistirán, con todo, los tuiteros más desocupados y entregados a la gresca. Y sí, de acuerdo, se lo concedo. Probablemente lo sea, como también lo es desfilar en pelotas y empapado en falsa sangre por mitad de la Gran Vía, sacarse las tetas en una capilla, descolgarse de la chimenea de una central nuclear o colocarse, manos arriba, entre un arpón y una ballena. Pero si algo nos ha demostrado la historia reciente es que, a veces, algunas idioteces son capaces de cambiar una idea. Y cambiar una idea es siempre el primer paso para cambiar el mundo.
Pero no me hagan mucho caso porque, quién sabe, a lo mejor estoy equivocado. Es perfectamente posible, me consta. Así que, si les parece, en treinta o cuarenta años quedamos y retomamos el tema. A ser posible, a la sombra de un semáforo.