La decisión de los accionistas, mayoritarios y minoritarios, demuestra que, en España y en casi todas partes, el patriotismo dura lo que duran las banderitas y se acaba cuando exige sacar la cartera. Las reacciones de los demás actores económicos y políticos prueban cuánta razón tenía Fritz W. Scharpf (Socialdemocracia y Crisis Económica en Europa, 1991) al analizar, ya en los noventa, cómo la fuerte recesión económica de los años ochenta generó una brusca reducción de las expectativas de beneficio de un capital que ya empezaba a moverse más rápido por encima de las fronteras de los Estados, gracias a la globalización de los mercados, obligando a los gobiernos, de derechas y de izquierdas, a promover políticas orientadas a favorecer la acumulación de capital y asegurar los márgenes de beneficio para evitar la marcha de un capital que dispone de más opciones de salida, mientras que la capacidad regulatoria y fiscal del Estado termina en sus fronteras.
Ferrovial encarna el modelo oligárquico que caracteriza a la gran empresa española. Nacida durante la dictadura, crece al amparo de su red de conexiones con el régimen y la explotación sistemática de recursos públicos en un sistema de reparto fuertemente corporatizado.
La llegada de la democracia le obliga a cambiar sus lealtades para mantener sus ingresos y su modelo de negocio oligopólico y lo hace con rapidez y eficacia. El paraguas de la obra pública, sustanciosas ayudas fiscales, bien para internacionalizarse (el famoso programa de internacionalización de la economía española del Gobierno Aznar nos costó a todos más de 30.000 millones de euros en dinero público), bien para capear las crisis (desde 2010, Ferrovial sólo ha pagado Sociedades en 2014, 2018 y 2019, generando más de 700 millones de euros en créditos fiscales a su favor), el apoyo comercial y político de eso que llamamos “Marca España” y sus propias capacidades técnicas y empresariales le permiten seguir creciendo y convertirse en una empresa internacional que ha echado sus cuentas y ha concluido que ser española ya no le resulta rentable.
Ni inseguridad jurídica, ni exigencias para cotizar en Wall Street, ni mayor visibilidad, ni principios europeos de libre establecimiento. Dejémonos de juegos florales y el libre mercado de señorita Pepis. El hogar de Ferrovial está donde le salga más rentable. Es legítimo y está en su derecho. Igual que resulta legítimo y el Estado tiene el mismo derecho a vigilar el estricto cumplimiento de la ley y tratar de recuperar hasta el último euro posible de nuestra cuantiosa ayuda a una empresa donde invertimos dinero de todos porque era española, no porque fuera la mejor.
El cinismo de Rafael del Pino al anunciar que Ferrovial no se marcha de España resulta muy propio en alguien que ha pagado 200 millones de euros a Hacienda para librarse de ser imputado por delito fiscal. Ferrovial no se va, es cierto; desaparece y se lleva los beneficios y los ingresos fiscales. Dejan una filial, porque sería estúpido renunciar a la cuarta parte de su negocio y su facturación, pero ahora será tan española como Amazon o Google. Se quedan los contratos y los costes que pagamos a escote de unas obras públicas que podría hacer cualquier otra gran constructora española, generando los mismos empleos y planes de inversión, pero pagando sus impuestos aquí.
Frente a ese tipo de decisiones, el mismo Estado que le ha ayudado a situarse en la posición de ventaja que le permite elegir entre irse o quedarse, puede hacer dos cosas. La primera pasa por quedarse inerme y ofrecerle más beneficios y más cariño para que no se vaya, suplicarle que no lo haga apelando al patriotismo, a los años de convivencia o a las fotos de los niños. La segunda opción consiste en activar toda su maquinaria legal y fiscal para que, por una vez en su historia, Ferrovial pague lo que le toca pagar. Como los accionistas de Ferrovial, ustedes eligen; es su dinero.