La innovación no es suficiente

Parece que vivimos una era acelerada de avances tecnológicos revolucionarios. Casi no pasa un día sin el anuncio de alguna novedad importante en inteligencia artificial, biotecnología, digitalización o automatización. Pero quienes supuestamente deberían saber a dónde nos lleva todo esto no logran ponerse de acuerdo.

En un extremo del espectro están los tecnooptimistas, para quienes estamos en los albores de una nueva era que traerá mejoras espectaculares de los niveles de vida en todo el mundo. En el otro extremo están los tecnopesimistas, que viendo las decepcionantes estadísticas de productividad aseguran que el beneficio económico a gran escala de las nuevas tecnologías será limitado. Y hay otros (¿tecnopreocupados?) que coinciden con los optimistas respecto de la escala y el alcance de la innovación, pero se inquietan por las consecuencias adversas en materia de empleo o equidad.

La discrepancia no es tanto sobre el ritmo de innovación tecnológica. ¿Quién puede dudar seriamente de la velocidad con que avanzan las innovaciones? Lo que está en debate es la difusión que tendrán: ¿quedarán confinadas a unos pocos sectores tecnointensivos que emplean a los profesionales más capacitados y suponen una cuota relativamente pequeña del PIB, o se extenderán al grueso de la economía? Las consecuencias de cualquier innovación respecto de la productividad, el empleo y la equidad dependen en última instancia de la rapidez con que se difunda a los mercados laborales y de productos.

La difusión tecnológica puede enfrentarse a restricciones, tanto en el lado de la demanda como en el de la oferta. Comencemos por la demanda. En las economías ricas, los consumidores gastan la mayor parte de sus ingresos en áreas como atención médica, educación, transporte, vivienda y bienes de consumo. Hasta ahora, la innovación tecnológica tuvo un impacto relativamente menor en muchos de esos sectores.

Veamos algunas cifras incluidas en el reciente informe Digital America del McKinsey Global Institute. Los dos sectores que en Estados Unidos experimentaron un crecimiento más rápido de la productividad desde 2005 son el de las TIC (tecnologías de la información y las comunicaciones) y los medios, cuya cuota combinada del PIB es inferior al 10%. En cambio, los servicios públicos y la atención de la salud, que en conjunto producen más de la cuarta parte del PIB, casi no tuvieron un aumento de productividad.

Los tecnooptimistas (como los autores del McKinsey) ven esas cifras como una oportunidad: todavía quedan enormes mejoras de productividad por concretar mediante la adopción de nuevas tecnologías en los sectores retrasados. Los pesimistas, por su parte, piensan que esas divergencias pueden ser un rasgo estructural y duradero de la economía actual.

Por ejemplo, el historiador de la economía Robert Gordon sostiene que el impacto económico a gran escala que puede esperarse de las innovaciones actuales no es comparable al de las revoluciones tecnológicas del pasado. La electricidad, el automóvil, el avión, el acondicionamiento del aire y los electrodomésticos cambiaron radicalmente las vidas del común de la gente; esas tecnologías entraron en cada sector de la economía. Tal vez la revolución digital, por muy impresionante que sea, no llegue a tanto.

En el lado de la oferta, la cuestión clave es la disponibilidad de capital y habilidades suficientes para que el sector innovador se expanda en forma rápida y continua. En los países avanzados, ninguna de las dos restricciones es muy vinculante. Pero cuando la tecnología demanda un alto nivel de habilidades (en la jerga de los economistas, el cambio tecnológico tiene un “sesgo de habilidades”), su adopción y difusión tenderá a ampliar la divergencia de ingresos entre los trabajadores más y menos capacitados: el crecimiento económico irá acompañado de un aumento de la desigualdad, como ocurrió en los noventa.

El problema de oferta es particularmente debilitante para los países en desarrollo, cuya fuerza laboral es predominantemente poco capacitada. Históricamente esto no suponía una desventaja para los países que se industrializaron tarde, mientras la producción fabril consistiera en operaciones de ensamblaje con gran uso de mano de obra (como en los sectores automotriz y de indumentaria). Era posible convertir a un campesino en obrero fabril casi de un día para otro (con un importante aumento de la productividad de la economía). La industrialización ha sido tradicionalmente un modo de alcanzar niveles de ingreso superiores en poco tiempo.

Pero cuando las operaciones fabriles se robotizan y demandan trabajadores muy capacitados, entra en juego la escasez de oferta. En la práctica, los países en desarrollo pierden sus ventajas comparativas respecto de los países ricos. Hoy vemos las consecuencias en la “desindustrialización prematura” de los países en desarrollo.

En ese contexto, a los países de bajos ingresos se les hace mucho más difícil lograr un aumento de productividad que alcance a toda la economía, y no está claro que haya sustitutos eficaces para la industrialización.

El economista Tyler Cowen sugirió que a esos países podría beneficiarlos el derrame de innovaciones desde las economías avanzadas, al habilitar un flujo de nuevos productos baratos para consumir. Cowen denomina a este modelo “móviles en vez de fábricas de automóviles”. Pero queda en pie la pregunta: ¿qué producirán y exportarán estos países (además de productos primarios) para poder comprar los móviles importados?

En América latina, pese al importante nivel de innovación en las empresas mejor administradas y en los sectores de vanguardia, la productividad de la economía como un todo se estancó. Esta aparente paradoja se resuelve señalando que al veloz crecimiento de la productividad en los bolsones de innovación se le contrapuso el traspaso de trabajadores de las partes más productivas de la economía a las menos productivas, un fenómeno que mis coautores y yo hemos denominado como “cambio estructural reductor del crecimiento”.

Este perverso fenómeno es posible cuando en la economía hay un serio dualismo en materia de tecnología y las actividades más productivas no se expanden suficientemente rápido (hay pruebas preocupantes de que se está dando también en Estados Unidos).

En última instancia, lo que mejora los niveles de vida es el efecto de la innovación tecnológica sobre la productividad de toda la economía, no la innovación en sí. Esta puede coexistir con baja productividad (y a la inversa, a veces es posible un aumento de productividad sin innovación, cuando hay un traslado de recursos a sectores más productivos). Los tecnopesimistas son conscientes de esto; en cuanto a los optimistas, tal vez no estén errados, pero para demostrarlo, tendrán que prestar atención a cómo se difunden los efectos de la tecnología al conjunto de la economía.

 

Traducción: Esteban Flamini

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