Si todo va como está previsto, la Comisión del Pacto de Toledo aprobará con un amplio apoyo parlamentario nuevas recomendaciones sobre la Seguridad Social. Se trata de un acuerdo trascendente por sus contenidos, pero sobre todo por los intangibles que aporta.
A pesar de que todas las informaciones hablan de cuatro años de negociaciones, en realidad han pasado diez desde las anteriores recomendaciones de enero del 2011 durante los cuales no ha sido posible alcanzar ningún acuerdo y el Pacto de Toledo ha estado a punto de desaparecer por inacción.
Con estas recomendaciones, el Pacto de Toledo resurge como un espacio para la construcción de amplios consensos que orienten las políticas de seguridad social. Llega después de un período largo de tiempo (2012-2020) en el que la actuación del Partido Popular rompió con una dinámica muy positiva iniciada en 1995. En este sentido, conviene recordar que la reforma legal de 1996, aprobada en los primeros meses del gobierno de Aznar, se fundamentó en dos grandes acuerdos alcanzados al final de la última legislatura de Felipe González, uno en el marco de la concertación social entre sindicatos y empresarios y otro que se plasmó en las 15 primeras recomendaciones parlamentarias para la reforma de la Seguridad Social.
El Partido Popular de la mayoría absoluta ninguneó la Comisión del Pacto de Toledo, aprobó solo con sus votos la reforma del 2013 -que hizo desaparecer la revalorización automática de las pensiones e introdujo el llamado factor de sostenibilidad. A ello se sumó, a partir del 2016, una parte de la izquierda política que, en una estrategia “atrapalotodo”, dio cobertura a planteamientos que identifican al Pacto de Toledo como el enemigo a batir y no como lo que es, una garantía del sistema público de Seguridad Social. No está de más recordar que los grandes avances -la separación de fuentes de financiación, el Fondo de Reserva, la garantía de revalorización anual de las pensiones, el acceso universal de la jubilación anticipada, la mejora de las pensiones de viudedad entre otros- se han construido a partir de los acuerdos de concertación social y las recomendaciones del Pacto de Toledo del 1995 y 2003.
Así pues, este acuerdo permite superar la crisis más importante sufrida por el Pacto de Toledo desde su creación y los riesgos de desaparición. Eso por sí solo ya es una gran noticia. España necesita que las políticas de seguridad social sean fruto de grandes acuerdos sociales y políticos y no se vean sometidas a los cambios de las mayorías parlamentarias o a las presiones de intereses económicos y estructuras tecnocráticas sin legitimidad democrática que pugnan desde hace décadas por la mutación del sistema público de seguridad social.
El segundo intangible importante de este acuerdo es que supone un compromiso nítido y explícito de la mayoría del arco parlamentario por el mantenimiento de un sistema público, de reparto, de solidaridad interpersonal frente a los que, de nuevo, pretenden aprovechar la crisis del coronavirus para forzar su sustitución por sistemas de capitalización individual. Con una estrategia más sofisticada que ya no propone su transformación integral -propuesta que ha fracasado en los países en que se ha intentado, sin ir más lejos en Chile- sino con medidas –como las cuentas nocionales- que en forma de caballo de Troya vayan modificando desde dentro la naturaleza solidaria de nuestro sistema de seguridad social.
Este acuerdo del Pacto de Toledo llega además como agua de mayo, cuando más se le necesitaba, en medio de una pandemia que está impactando gravemente a la economía, el empleo y erosionando la confianza de la ciudadanía en las instituciones. Supone un dique de contención frente a los que, desde España o en el ámbito de la Comisión Europea, pretenden condicionar la obtención de los Fondos de Reconstrucción y Resiliencia de la UE a la aprobación de determinadas reformas. Unas propuestas, las suyas, que se presentan como dogmas de fe y el único camino a la sostenibilidad del sistema de seguridad social, pero que no cuentan con la legitimidad social y política necesaria, ni tan siquiera con la supuesta superioridad técnica con la que las presentan sus impulsores.
Con estas recomendaciones del Pacto de Toledo, el Gobierno español obtiene un escudo protector y un aval a sus propuestas de reforma, frente a las exigencias de recortes de derechos que ya han comenzado a producirse desde la Comisión Europea, con la amenaza de condicionar el acceso a los fondos europeos.
Este acuerdo también permite sortear otra de las minas puestas en el camino de la estabilidad del Gobierno de coalición del PSOE y Unidas-Podemos y supone otro paso importante en su consolidación, de especial importancia a la puerta de los Presupuestos del 2021. Conviene recordar que en la anterior legislatura las posiciones mantenidas en esta cuestión por las fuerzas políticas que hoy forman el Gobierno de coalición estaban muy distantes. Mientras el PSOE dio apoyo a la propuesta de recomendaciones, Unidas Podemos se manifestó en contra. Se confirma una vez más que, en contra del refranero popular, el hábito sí hace al monje y que el hábito del Gobierno infunde responsabilidad.
De manera indirecta, el acuerdo del Pacto de Toledo reduce la presión sobre el sindicalismo confederal que durante estos años ha soportado –en ocasiones en solitario –la responsabilidad de alcanzar acuerdos de concertación social en materia de pensiones. Eso es importante, porque ahora estas recomendaciones deberán plasmarse en normas legales y decisiones políticas que deberían tener el aval de la concertación social entre los sindicatos y las organizaciones empresariales más representativas.
Los acuerdos alcanzados en el Pacto de Toledo comportan una apuesta estratégica para aumentar la financiación vía ingresos tributarios. Las recomendaciones contenidas, además de dejar claras las diferentes formas de financiación -cotizaciones o impuestos- en función de la naturaleza contributiva o no de cada prestación, comportan un paso importante para la sostenibilidad financiera de la seguridad social, por la vía de aumentar los ingresos y no la de recortar los gastos. Y lo que me parece más importante, apuntan a un significativo cambio en la estructura de financiación del sistema para hacerlo más acorde con la “nueva normalidad”. Vamos abocados a un período en el que las innovaciones tecnológicas y de los procesos productivos de bienes y servicios –incentivadas por el impacto de la pandemia- nos deparan reducciones de los niveles del empleo –al menos a corto plazo- que pueden convivir con incrementos de la productividad y aumentos importantes de las rentas del capital y el patrimonio. En este escenario, que es estructural, no pueden ser las cotizaciones sociales sobre el empleo las que soporten todo el peso de la financiación del sistema. El aumento de la aportación de ingresos tributarios es imprescindible, por razones financieras y también de justicia social.
Se trata de un acuerdo importante que no resuelve todos los problemas que tiene el sistema de seguridad social. Pero permite abordarlos sobre bases sólidas, las que ofrece un amplio consenso político construido a partir de un equilibrio entre el reconocimiento de la envergadura de los retos que debemos afrontar y el convencimiento de que hay margen financiero y social para encararlos dentro del sistema público de seguridad social. Una buena noticia que no debería pasar desapercibida.