Me enteré del cambio de Gobierno a la vieja usanza: mirando por encima del café en el bar del pueblo y encontrándome a Rajoy en directo en la televisión. Sobre la barra los periódicos no daban ninguna pista, y no por malicia, sino porque ya tenían dos o tres días de vida. En la España vacía, los diarios viejos aún sirven para la lumbre y no se tiran. Cero pistas en el móvil, casi inútil por la caída de un poste telefónico por las lluvias.
La historia de cómo habiéndome ganado la vida en los últimos veinte años como periodista digital he llegado a buscar y a disfrutar tanto la desconexión es larga. Hace poco recordé el lema del blog que escribía a principios de los años 2000: 'La red y yo, una relación difícil' y pensé, mira, cuánta razón.
Desde entonces, Internet ha cambiado tanto que no hay quien lo reconozca, pero lo nuestro sigue complicado. Me ha dado amigos, pareja, una carrera interesante y divertida, pero también más horas haciendo el idiota de las que estoy dispuesta a reconocer. ¿Dónde está esa catedral que podría haber construido reuniendo los minutos de mirar el móvil antes de dormir? En ningún sitio, evidentemente, porque ese tiempo se lo hubiera dedicado, no sé, a Descartes o a la Cuore. Pero la sensación de pérdida, de haberle cedido más de lo debido, permanece.
Internet es todo: el WhatsApp en el móvil, el Spotify en la ducha, la media hora de Twitter antes de levantarte de la cama, la tarde en Netflix, el podcast en el autobús. También es aquello para lo que no deja espacio: para aburrirte, para estar en silencio, para destrozarte las uñas de nervios mientras esperas. Rellena cualquier superficie que no esté bien imprimada, ocupando cada uno de sus poros. Despegarlo, después, cuesta un triunfo.
No soy la única ni la primera en sentirse asfixiada por ese líquido viscoso. Algunos, como yo, que nos hemos bañado a diario en él desde hace años estamos volviendo atrás en busca de aire fresco.
Mientras el resto se va dando cuenta de que las empresas de un mercado sin regular se han hecho ricas saqueando de forma deliberada la tendencia humana a buscar estímulos, los que nos mojamos los primeros intentamos sacudirnos las plumas.
Mientras Zuckerberg comienza a dar explicaciones ante los políticos europeos y estadounidenses, nosotros, los primeros y más entusiastas, los que creíamos que la tecnología era neutra y optimista, afrontamos las consecuencias íntimas del primer gran juego programado por la humanidad para no dejar ni una burbuja de vacío en nuestros cerebros.
Mientras en las grandes ciudades algunos notan que su alquiler sube porque el resto del edificio está en AirBnB, una, tomando su café en la España más olvidada, ni siquiera tiene una buena cobertura, y no sabe si eso es bueno o malo.