Cada pocos meses alguien relevante del periodismo, la cultura o la política anuncia que hasta aquí ha llegado, que ni un día más, ni un tuit más: que se va de Twitter. La última, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Quien se va, lo hace siempre anunciándolo, no se limita a cerrar la cuenta y desaparecer; suele acompañarlo de una explicación en forma de alegato contra Twitter por su toxicidad creciente. Automáticamente, “fulanito deja Twitter” se convierte en noticia, conversación, tema para artículos chorras como este, y por supuesto Trending Topic en la misma red, que con cada abandono de postín gana atención, interacciones, publicidad, seguidores y, claro, dinero.
Así, cada pocos meses reabrimos el mismo debate sobre las redes sociales, sus efectos sociales, políticos y psicológicos, los haters, los bulos, los bots, la ultraderecha… Y es entonces cuando a muchos nos entran ganas de irnos también de Twitter. Pero una vez más constatamos que no, que no nos vamos, que no podemos irnos. Que irse de Twitter es un privilegio, un lujo que la mayoría no podemos permitirnos. No, irse de Twitter no es tan fácil como cerrar la cuenta y borrar la aplicación, ya nos gustaría.
Irse de Twitter es no necesitar Twitter, no depender de sus migajas de visibilidad y su sucedáneo de relevancia social. Irse de Twitter es no necesitarlo para vender lo que sea que vendas: tu libro, tus artículos, tu película, tus podcasts, tus clases, tu marca personal, tu activismo, tu política, tus chistes, tus memes, tu odio… ¿Hay alguien que no esté en Twitter para vender algo propio, aunque solo sea un poquito de reconocimiento, de atención, de caso, de que alguien sepa que existes? Irse de Twitter es tener canales suficientes para seguir estando en Twitter sin necesitar cuenta propia (en el caso de los políticos, perfiles institucionales o de partidos que seguirán difundiendo su imagen y su mensaje).
Irse de Twitter es que le importe a alguien que te vayas de Twitter. Que te echen de menos, que te pidan que te quedes, que difundan tu despedida y te amen o te odien una última vez. Irse de Twitter es contar con una vida lo suficientemente vivible como para no necesitar el chutecito de dopamina que te da la red cada día, cada hora, cada minuto. O tener otras sustancias que la reemplacen. Yo que sé, amor, por decir algo.
Irse de Twitter es la ilusión de que te puedes ir de algún sitio, ya que hay otros espacios mucho más tóxicos, dañinos y agotadores de los que de ninguna manera podemos irnos, no podemos escapar, y por eso nos acabamos queriendo ir de Twitter. Si lees los argumentos de Ada Colau, son los mismos con los que muchos definirían su relación laboral, su curro: “la tiranía de la presencia permanente”, “ocupa mucho tiempo y energía”, “te acaba convenciendo de que la humanidad es mala”, “soy mejor persona fuera de él”, “puedo dedicar más tiempo a leer, pensar y escuchar directamente a la gente”. ¡Parece que está hablando de trabajar, no de tuitear! Y de ahí, del trabajo, no podemos irnos.
Irse de Twitter, en definitiva, es aceptar que no puedes irte, que da igual que te vayas porque aunque cierres la cuenta seguirás estando en Twitter: sus contenidos se reproducen en tele y radio, los tuits son recopilados y destacados por la prensa, se mencionan en el Parlamento, circulan en Whatsapp y otras redes en forma de enlaces y pantallazos, llenan la conversación pública. Quienes no tienen cuenta de Twitter también se han enterado de que Colau se ha ido de Twitter. En el caso de la alcaldesa, ni siquiera podrá huir de la toxicidad, los bulos, los haters y los insultos: antes que en Twitter los encontrará en columnas y editoriales, tertulias televisivas, programas radiofónicos, intervenciones parlamentarias, pintadas en las paredes y gritos por la calle.
Por mi parte, y si les sirve de consejo, yo hace tiempo que me fui un poco de Twitter ya que no podía irme del todo: no cerré la cuenta, pero lo eliminé del móvil y del portátil que uso para escribir, dejándolo solo en el viejo ordenador de mesa que cada vez frecuento menos. En cuanto eliminas el consumo compulsivo de llevarlo todo el día encima, te desinteresas, te asomas cada vez menos, le ves el lado divertido, hasta te resulta útil. Acabas llegando a un punto en que sí, podrías irte de Twitter, sería solo un pasito más, pero ya te quedas precisamente porque puedes irte, porque ahora sí eliges, y eliges quedarte. O eso crees.