Nadie podrá negar que hemos aprendido mucho en la noche electoral del 28A. Había muchas preguntas y hemos tenido respuesta para casi todas. De entrada, hemos comprobado que, efectivamente, la mayoría de los indecisos se lo estaban pensando en serio e iban a votar; no a quedarse en su casa viendo el melodrama alemán de las tardes de A3. Su decisión ha sido que la izquierda puede gobernar y la derecha no.
Lo primero que se dirimía en la noche electoral era si Pedro Sánchez había acertado al adelantar los comicios para fiarlo todo a una campaña plana, confundiendo la moderación con la falta de emoción o riesgo. El tamaño de su victoria le permite gobernar, pero deja en el aire la duda de si, a lo mejor, hubiera tenido más sentido una campaña más políticamente audaz.
Se equivocaron con claridad aquellos que aconsejaron a Pablo Casado que, para evitar el desmorone del Partido Popular, debía escorarlo a la derecha y abandonar el centro pidiendo perdón. Quienes le recomendaban un tono más moderado e institucional, parecido al usado en el debate en TVE, tenían razón. Estaba en disputa quién ganaba las elecciones en el PP, si la resurrección de Aznar o la nostalgia de Mariano Rajoy: ha ganado Rajoy y Pablo Casado se enfrenta a un destino tan inseguro como desconocido.
Albert Rivera ya sabe a qué suenan los sonidos del silencio de un resultado bueno pero que no era el deseado. Muchos le dirán que acertó al aprovechar su oportunidad para liderar la derecha y que necesitaba convencer al electorado que jamás pactaría con Pedro Sánchez. Pero siempre quedará la duda de si debió escuchar con más calma a quienes le explicaron que su mayor atractivo aún reside en su habilidad para ocupar el centro y pactar a derecha y a izquierda.
Pablo Iglesias ha demostrado que sigue siendo el problema y la solución para Podemos. Su resultado, mejor de lo augurado y lleno de posibilidades para la negociación, viene a aportar una prueba más sobre el discutido impacto de los debates: influyen cuando se ganan y el que se diferencia siempre gana.
Tanto el nacionalismo vasco como el catalán han librado otra nueva batalla en sus largas campañas internas por el control de sus territorios y el resultado vuelve a resultar ambiguo. El PNV consolida su dominio pero Bildu avanza en espacio e influencia. ERC bate con claridad a una antigua Convergencia que aguanta en pie.
Finalmente ya sabemos quién acertaba en la respuesta a la pregunta que ha zarandeado esta campaña. Se equivocaban quienes afirmaban que, para cerrarle el paso a la derecha extrema, convenía abrirle las puertas. Tenemos razón quienes sosteníamos que, una vez caído el muro, hará falta mucho acero valirio para pararlos; como los caminantes blancos, han venido para quedarse. Sin embargo, su resultado supone una decepción para la derecha extrema a juzgar por sus propias expectativas. La pregunta ahora es si los demás van a seguir dejándole marcar la agenda porque creen que les conviene o han aprendido algo de todo esto.