El verano, centrados como estábamos en las vacaciones -los que podían-, nos hace pasar por alto una serie de noticias que van más allá del hecho en sí, que encarnan en buena medida algo más que una anécdota; encarnan algo sustancial, cuando no una categoría. En fin, dan el tono del grado de madurez alcanzado por una sociedad que quiere ser democrática. El tema del llamado “pistolero de Tarragona” es una buena piedra de toque.
En efecto, tal sociedad, en la que pretendemos vivir, se constituye día a día. Un elemento capital es la distinción entre justicia y venganza. Tema, aun dejando de lado sus aspectos filosóficos, de una enjundia tremenda. El paso que lleva a superar la venganza por una justicia es un paso difícil, siempre incompleto, que sigue manifestando resabios de la venganza. Ya Cicerón, a quien se atribuye el brocardo summum ius, suma iniuria, ponía sobre el tapete este eterno dilema. La justicia ha de ser proporcionada al hecho y sus circunstancias; o lo que es lo mismo, no por más pena para una conducta se es más justo, ni se puede potenciar una reparación razonable a la víctima.
La justicia, siempre imperfecta y, por tanto, perfectible, supera la venganza en que abona la constitución social y, muy determinantemente, la paz social. Cuando alguien va al juzgado, en condiciones ordinarias, y no le dan la razón, por más que el sujeto crea que la tiene, no es descabellado pensar que no la tiene. Por tanto, no ha habido injusticia alguna. Una aplicación ponderada de las normas vigentes adecuadas al actual contexto social es lo que demanda una sociedad democrática. Quien primero debe dar ejemplo es el propio Estado cuando hace uso de los tribunales, a través de sus órganos, para solventar cuestiones de toda índole: ha de ceñirse escrupulosamente a los parámetros de proporcionalidad del Estado de derecho.
Centrémonos ahora en las confrontaciones entre particulares. Indudablemente existen aspectos de crisis en este panorama que, por otra parte, sabemos que dista de ser idílico. Hay momentos en que la tensión entre dos posiciones es tan patente, libera tanta energía negativa, que la parte descontenta proclamará a los cuatro vientos que su pretensión, para ella legítima, ha sido frontalmente desatendida, creándose, para ella, una injusticia acaso irreparable. Incluso, en estos casos de tanta tensión entre pretensiones enfrentadas, la parte ganadora padece cierto descalabro, cuando menos, al verse inquietada en lo que considera -y así es- que lleva razón.
Lo anterior viene a cuento de la dilación en aplicar la eutanasia al ya mencionado pistolero de Tarragona, aquejado irreversiblemente de limitaciones neurofisiológicas incompatibles con una vida digna, tal como apreció la Comisión de Garantías y Evaluación de Catalunya. En efecto, quien está parapléjico, con 45 puntos en la mano, con dificultad para mover el brazo izquierdo, lleno de tornillos y sin sentir el pecho, postrado, por tanto, en cama y con dolores difíciles de paliar, no puede decirse que viva en el paraíso. Tiene, de acuerdo a la vigente ley, derecho a que se le conceda la eutanasia.
El proceso de concesión de la eutanasia, minucioso y garantista, prevé que solo dos sujetos están llamados a intervenir: de un lado, el peticionario o, en según qué casos, sus representantes y la referida Comisión. Nadie más interviene. Se trata de un derecho fundamental, el de ejercer la libertad a vivir dignamente, preferente sobre cualquier otro, al que nadie puede oponerse. Por si fuera poco, el procedimiento regulador está sometido a la más estricta confidencialidad -aquí no viene respetada, por cierto-.
Las víctimas pedían que se paralizara la práctica de la eutanasia hasta tanto se celebrara el juicio. ¿También pedían la suspensión hasta que la sentencia fuera firme, después de varios años? No solo está en juego, como decía, la libertad de las personas, sino el derecho a no sufrir tratos crueles, inhumanos o degradantes. No haber rechazado frontalmente, primero el juzgado de instrucción, después, la audiencia provincial, la intromisión de las víctimas para satisfacer su derecho, de menor entidad, a la tutela judicial efectiva hubiera supuesto una lesión del derecho a la vida y a la integridad física imputable al Estado.
Estamos, si no lo veo mal, ante un caso en que una petición de justicia camuflaría una venganza, comprensible humanamente, pero venganza al fin y al cabo. Por daños y lesiones que un malhechor haya infligido a sus víctimas, su derecho a la vida digna prevalece sobre cualquier otro. Además, procesalmente, se hubiera llevado a juicio a un ser prácticamente inerte, lo que le hubiera causado indefensión. No haber rechazado las peticiones de las víctimas hubiera supuesto una especie de acceso a una vida provisional que ni el preso -preventivo o en ejecución- ni nadie merece ni el ordenamiento establece. No valdría decir que el padecimiento que sufre quien solicita la eutanasia es consecuencia de su comportamiento. Y no valdría decirlo porque la ley, con acierto, no toma ese aspecto en consideración, sino solo la personalidad del sujeto y su vida en indignidad física y/o moral.
En fin, una última aportación. Existe en la sociedad española la tendencia a resolver problemas, incluso nimios, por la vía penal, cuando esta no es siempre ni en todo caso la más adecuada. Visto el estado del encausado, lo más correcto hubiera sido entablar acciones civiles, especialmente, contra la empresa en la que el sujeto prestaba sus servicios. No es descartable de raíz un fallo en el sistema de selección, formación y seguimiento de trabajadores que hacen de la potencial y legítima violencia armada su principal instrumento laboral.
En el proceso civil, que a diferencia del penal permite presunciones y no certezas plenas, las quiebras en los aspectos mencionados de las condiciones laborales, singularmente en una empresa de seguridad, hubieran podido surtir eventualmente mejor efecto que en un proceso penal que, desde el inicio, se veía de muy problemática conclusión ordinaria. En cualquier caso, es una buena lección para todos saber que la justicia es superior a la venganza.