Las claves del coronavirus
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La mascarilla es la nueva normalidad. El teletrabajo es la nueva normalidad. No dar besos es la nueva normalidad. Los restaurantes con mamparas, las playas con distancia y los cines a medio aforo son la nueva normalidad. Justificar cualquier cambio odioso añadiéndole la coletilla “es la nueva normalidad” es también la nueva normalidad.
Cada vez que estos días oímos hablar de nueva normalidad, no nos bebemos un chupito porque más bien se nos encoge el estómago. Se supone que una expresión que incluye la palabra “normalidad” debería tranquilizarnos, y sin embargo nos provoca un sobresalto. Añadirle “nueva” a “normalidad” resulta una contradicción en términos, un oxímoron, y el efecto es inquietante, amenazante.
“Nueva normalidad” ha sido la expresión más repetida por el presidente del gobierno en su anuncio de plan de desescalada. Tampoco le culpemos, pues la expresión no es una creación orwelliana del maléfico Sánchez: en otros países también se habla mucho estos días de “the new normal” o “la nouvelle normalité”, aunque no he visto a otros gobernantes usarla con tanta insistencia. Quiero pensar que Sánchez lo hace para aliviarnos, para ofrecernos en el confinamiento un horizonte próximo de cierta normalidad, aunque no sea la normalidad en la que vivíamos hasta hace dos días. Pero tanta insistencia consigue el efecto contrario: malestar, inquietud, desánimo, nostalgia de nuestra normalidad, la única que merece tal nombre, esa que nos resistimos a dar por perdida y no aceptamos llamar “vieja normalidad”.
Hay en Sevilla un mercado de barrio que en su fachada exhibe lo que cualquiera pensaría una coña si no estuviese oficialmente grabado en azulejo: “Mercado Las Palmeritas. Instalación provisional. 1973”. Me acordé de Las Palmeritas y su provisionalidad de casi medio siglo mientras escuchaba al presidente del gobierno hablar una y otra vez de la “nueva normalidad”, esa que alcanzaremos en junio si nada se tuerce, y para la que necesitamos todo un “Plan para la Transición hacia una Nueva Normalidad”.
Queremos pensar que la nueva normalidad es justo eso, una instalación provisional, cuatro paredes con techado de uralita donde vivir lo mejor posible mientras reconstruimos la normalidad que el virus tumbó. De hecho, cada vez que el presidente usa la expresión aclara que será “la nueva normalidad que regirá nuestras vidas hasta que no tengamos una vacuna”. Tranquilos, es solo hasta que haya vacuna. Tranquilos, es solo hasta que construyamos el nuevo mercado.
Como ningún científico se apuesta hoy ni un café a ponerle fecha a la vacuna, habrá que hacerse a la idea de que la nueva normalidad será nuestra única normalidad por una temporada que puede ser larga. ¿Un año, dos, más? Y según se vaya prolongando, el problema ya no serán las mascarillas, las mamparas o los besos, sino otras medidas con las que se irá construyendo esa nueva normalidad. ¿Qué pasará cuando tu empresa te cuente que “bajar sueldos es la nueva normalidad”, o tu proveedor de servicios te informe de que “subir tarifas es la nueva normalidad”? ¿Y si algunas de las medidas excepcionales que estas semanas hemos aceptado mansamente por responsabilidad, y que afectan a derechos y libertades, se acaban convirtiendo en la nueva normalidad?
Habrá que ir pensando en disputar esa nueva normalidad, ya que vamos a vivir en ella. Disputarla para hacerla habitable, para que no sea coartada de cualquier tipo de medida, y para que, en lo que pueda depender de nosotros, no acabemos dejando a nuestros hijos un azulejo que dentro de medio siglo lean con la misma guasa con la que hoy vemos el mercado de Las Palmeritas: “La Nueva Normalidad. Instalación provisional. 2020”.
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