Lecciones de la DANA que no deberíamos ignorar
Cuesta escribir mirando al futuro cuando aún están muy presentes los impactos de una catástrofe humanitaria de estas dimensiones y las prioridades se sitúan en las imprescindibles respuestas inmediatas. Pero lo urgente no debería ser la coartada para eludir responsabilidades -políticas y judiciales- ni para soslayar la reflexión sobre las muchas lecciones que nos ha dejado la DANA y como podemos convertirlas en enseñanzas colectivas.
Estamos obligados a hacerlo si no queremos que vuelva a suceder lo de siempre. Periódicamente la vida nos ofrece lecciones que luego no sabemos convertir en enseñanzas. Es lo que pasó con la gran recesión, luego con la pandemia y puede suceder de nuevo con la catástrofe desencadenada -que no causada- por la DANA.
Estas son algunas de las lecciones que me parece divisar.
Otra vez desprevenidos, a pesar de estar advertidos. La gota fría nos ha vuelto a pillar desprevenidos, a pesar de las muchas advertencias previas que habíamos recibido. No me refiero solo a la negligencia del gobierno valenciano, al no activar las alarmas y las actuaciones de protección civil, a pesar de disponer con mucha antelación de predicciones meteorológicas tan claras como alarmantes. Llevamos décadas advertidos del aumento de los riesgos que comporta urbanizar zonas inundables, construir infraestructuras que ignoran la naturaleza, mantener un modelo de desarrollo que alimenta las catástrofes. Pero a pesar de estar advertidos nos ha vuelto a pillar desprevenidos.
El riesgo cero no existe, la sociedad del no riesgo tampoco. En las sociedades desarrolladas los avances científicos y tecnológicos han generado el espejismo de la desaparición de los riesgos. Hasta el punto de que hemos interiorizado vivir en la sociedad del no riesgo. En España nos hemos convencido de que los desastres naturales -que de naturales no tienen nada- son cosas de los países con riesgo sísmico o huracanes, que vemos en las televisiones. Esta prepotencia tecnológica y cultural convive con la sensación de impotencia cuando se desencadenan las tragedias. Toda la mística tecno optimista de la IA acrecienta el autoengaño.
La externalización de los riesgos multiplica sus efectos. No solo negamos los riesgos, sino que, cuando los detectamos en vez de actuar para minimizarlos, tendemos a externalizarlos. Es lo que viene sucediendo con muchas obras de canalización de ríos y arroyos, que, en vez de reducir los impactos de las crecidas súbitas los aumenta cuando llegan las riadas. El placebo de la externalización de riesgos se convierte en una trampa mortal que suele multiplicar sus efectos.
Toda realidad ignorada prepara su venganza. Aunque en otro sentido y contexto, nos lo dejó escrito Ortega y Gasset. Una realidad ignorada de nuestros tiempos es la del cambio climático y su venganza ya ha llegado. Hay una variedad del negacionismo climático, la esquizoide, que es la más peligrosa. Dedicamos miles de horas a informar y hacer divulgación sobre el cambio climático, pero nos comportamos, individual y colectivamente, como si no existiera. Pronto tendremos oportunidad de comprobar si hemos aprendido algo de esta DANA, prestando atención a la evolución de algunos proyectos urbanísticos o de infraestructuras. En el País Valencià, pero no solo.
No se salva la economía sacrificando la seguridad. Durante la pandemia fueron frecuentes los discursos que acusaban a los responsables públicos de adoptar medidas que impactaban negativamente en la economía. Algo de eso sucede cuando, a las puertas de jornadas festivas, sectores empresariales vinculados al turismo critican previsiones meteorológicas que consideran perjudiciales para su negocio. Esta prioridad de la economía frente a la vida, a la seguridad, puede explicar -no justificar- la grave negligencia del gobierno valenciano o la imprudencia de muchas empresas que obligaron a sus trabajadores a mantener la actividad. Es urgente entender que la seguridad en su sentido amplio es un componente imprescindible de la economía. Hoy, más que nunca.
La cooperación nos hace humanos y eficientes. A menudo se nos olvida que el factor determinante que nos hizo sapiens y nos dio ventajas sobre otros animales y homínidos fue nuestra capacidad de cooperar. Ese ninguneo de la cooperación se produce en el mundo de la economía y es habitual en la función pública, incluso dentro del mismo nivel de gobierno. En un estado de estructura compuesta como España, profundamente descentralizado en sus competencias y responsabilidades, la cooperación entre administraciones deviene vital y su ausencia mortal. Además del cambio cultural se requieren reformas que promuevan la cooperación.
La libertad sin comunidad es nihilismo en estado puro. La denuncia, efectuada por los liberales de cartón piedra, del mecanismo de alarmas en nuestros móviles por considerarlo una intromisión en nuestra vida privada no es una anécdota, responde a un concepto de libertad que se ha convertido en hegemónico. La libertad que ignora la comunidad es nihilismo en estado puro y se alimenta del narcisismo del individuo tirano que impera en nuestra sociedad. No lo vemos porque lo hemos interiorizado.
Solidaridad es comunidad, es estado. Asistimos gratamente impactados por la respuesta solidaria ante las tragedias humanas de estos días. Pero algunos, para alimentar la anti política, han querido confrontarla con la actuación de los poderes públicos. Bienvenida sea esta respuesta que destaca lo mejor del ser humano, siempre que no olvidemos algunas cosas. La solidaridad, como la indignación, son sentimientos que crecen rápidamente, pero si no se organizan desaparecen a la misma velocidad. La solidaridad requiere de la comunidad organizada. Durante la pandemia comprobamos la importancia del tejido comunitario y los “palacios del pueblo” que analiza Eric Klinenberg. En nuestra sociedade la expresión más potente de solidaridad es el estado social. Tiene fallos y limitaciones, pero es sólida, estable y no depende de nuestro estado de ánimo.
Más información no significa necesariamente más conocimiento. Otro espejismo de nuestro tiempo, el de la sociedad de la información, nos hace pensar que más información es mejor conocimiento y más sabiduría. Y no siempre es así. Está siendo loable el gran esfuerzo realizado por profesionales y medios de comunicación para informar a la ciudadanía, en situaciones muy difíciles. Pero quizás deberíamos atender a la sabiduría popular cuando nos dice que todo en exceso, incluso la bondad, es perjudicial. Mi percepción es que, a partir de un determinado momento, la recreación en las tragedias se convierte en un fin en si mismo, no aporta nada y tiene efectos negativos. Ya hemos detectado el impacto desestabilizador de la sobreinformación en los niños y pronto lo veremos en los adultos. Sugiero que los profesionales y medios reflexionen sobre ello.
La desinformación es poder y negocio. La información no necesariamente es conocimiento y en cambio siempre ha sido poder. Incluso en sus formas más primitivas, cuando ni tan siquiera existía la escritura, la información era poder que se ejercía a través de los relatos. Ese ha sido siempre el poder de las religiones, su potente relato. En una sociedad profundamente mercantilizada, la desinformación, que no deja de ser una variante de la información, se ha convertido en un gran negocio. Y cuando se produce el maridaje entre poder y negocio el riesgo para la democracia es altísimo. Parece que comenzamos a ser conscientes de ello, pero de momento no estamos siendo capaces de evitar la dictadura del algoritmo, ni la ciudadanía ni los medios de comunicación más honestos.
Los ricos también lloran, pero menos. Uno de los mantras que se repitieron durante la pandemia es que el virus no distinguía de clases sociales. Cierto, pero eso solo es parte de verdad. Las gotas frías, como los virus no distinguen entre clases sociales, pero la sociedad en la que impactan sí. Tendremos tiempo de analizarlo con datos, pero intuyo que, una vez más, esta tragedia ha tenido sesgo de clase en sus impactos. En el territorio se plasman las desigualdades sociales, al tiempo que la distribución territorial de las personas las multiplican, especialmente en las áreas metropolitanas. Urgen formas de gobernanza metropolitana que eviten la externalización de riesgos y costes de los centros a las periferias y permitan reducir sus impactos.
Los incentivos para no aprender son muy poderosos. La última lección que nos envía la gota fría nos llega en forma de pregunta. ¿Por qué nos cuesta tanto aprender de las lecciones de la vida? Como siempre las razones son muchas y complejas, pero hay una que suele pasar desapercibida. Cuando aprender algo comporta dejar de tener beneficios -de todo tipo- los incentivos para no aprender son muy poderosos.
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