Lecciones sobre las mujeres que votan a Trump
El anuncio más exitoso de la campaña de Trump, también entre las mujeres, fue el que decía que Kamala Harris iba a financiar con dinero público cirugías de transición de género a la población reclusa. Aquel bulo tan celebrado debió ser un toque de atención sobre lo que podía ocurrir y cómo el rechazo de amplios sectores hacia algunas políticas identitarias era aprovechado por el movimiento MAGA, pero Harris se negó a desmentir este tema en concreto. A toro pasado todos vemos la incapacidad demócrata para comprender el atractivo político de Trump, salvo en los términos que confirman sus propias creencias, esto es, que los votantes republicanos son racistas, machistas, estúpidos o están completamente desinformados y eligen en contra de sus intereses.
Una de las creencias que se derrumbó el 5 de noviembre es que habría una oleada de voto femenino que inclinaría la balanza a favor de la vicepresidenta. Esta oleada incluiría no solo a mujeres negras, jóvenes universitarias o urbanitas con alto poder adquisitivo: también las conservadoras o independientes harían cola con la papeleta en la mano y respaldarían a Harris para blindar el derecho al aborto, apostar por la libertad sexual y tener la primera presidenta mujer de EEUU. Un fuerte tsunami de rabia femenina mandaría a Trump, el misógino abusador por excelencia, al vertedero.
No fue así. En lugar de una enorme brecha de género, los datos mostraron que las mujeres preferían a Harris, pero no de manera determinante y desde luego no suficiente, y que muchas, especialmente las blancas, se inclinaron por Trump. Los problemas de la campaña de Harris con las mujeres son similares a los que tiene algún sector del feminismo: parece diseñado por y para mujeres jóvenes de clase media alta y con estudios universitarios y trata solo de temas muy concretos. El abandono a la clase trabajadora lo es también a las mujeres de clase trabajadora, que no percibieron que la candidata abordara de manera adecuada a sus intereses problemas como la vivienda, el precio de la cesta de la compra, la educación de sus hijos, la atención médica a las familias, la inseguridad, la inmigración o la crisis climática.
Lo que hoy parece claro es que no se puede meter a todas las mujeres en el mismo saco, reducir sus problemas a la libertad reproductiva o sexual, aunque sean importantes, ni dar por sentadas sus reacciones y motivaciones. Claro que las mujeres queremos que se respete nuestra decisión de ser o no madres pero suele resultar más acuciante la preocupación sobre cómo vas a dar de comer a los hijos que ya tienes o a qué colegio vas a llevarlos. Las mujeres no vivimos en el vacío y la inmensa mayoría, también las feministas de izquierda, contemplan como un reto viral de tiktokers movimientos como el 4B, nacido en Corea del Sur. Las cuatro B se refieren en coreano al rechazo al matrimonio heterosexual (bihon) a tener hijos (bichulsan ), a tener citas con hombres (biyeonae) y a mantener relaciones sexuales con ellos (bisekseu).
La potencia del MeToo, que se basa en la hermandad y apoyo entre mujeres, nada tiene que ver con abogar por la renuncia completa a los hombres porque en el peor de los casos nos quieren agredir y, en el mejor, pasan de nosotras y nuestras necesidades y deseos. Sin llegar a estas propuestas que concluyen que estaríamos mejor sin ellos, Harris participó en Call Her Daddy, un podcast donde las mujeres jóvenes hablan sobre sexo y se quejan de los hombres, y consiguió que Julia Roberts protagonizara un anuncio de campaña para contarles a las esposas que pueden esconder su voto demócrata a sus maridos conservadores. Pero tuvo muy poco tiempo para abordar el tema de la educación, por ejemplo, una de las preocupaciones de las mujeres estadounidenses.
El hecho de ser una mujer no jugó a favor de Harris ni para los votantes demócratas ni para los republicanos. Hay estadounidenses que prefieren que esté al mando un hombre fuerte antes que una mujer, por muy preparada que esté, pero también hay ciudadanos que creen honestamente que no hay que votar a una mujer solo por el hecho de serlo. Una mujer, al igual que un hombre, debe ganarse la confianza de los votantes. Las mujeres occidentales hemos conquistado mucho terreno y también hemos evolucionado como sujetos políticos. A principios del siglo XX las mujeres eran más conservadoras que los hombres, en los 60 y 70 comenzaron a girar hacia posturas más progresistas y la brecha se cerró en los 80 y 90. El acceso a la educación, al trabajo, la liberación sexual y la independencia económica hicieron que las mujeres se acercaran a partidos que ondeaban las banderas de la igualdad y el feminismo. El objetivo era controlar nuestras vidas.
Al ganar espacio, controlamos también parte de la conversación pública y el debate cultural y de ideas. Algunos hombres se sintieron atacados, minusvalorados, perdedores en una carrera de privilegios. Esto ha hecho posible la fermentación de una cultura basada en la vuelta del hombre y los valores asociados a la masculinidad que ha contribuido a la victoria de Trump. Pero admitámoslo y seamos sinceras: ni la victimización ni una inexistente superioridad moral de género van a ayudar a acabar con los “bros” tóxicos de internet ni van colocar a una mujer en la Casa Blanca ni van a construir un feminismo útil y empoderante que también incluya a los hombres.
Las mujeres no respondemos a los estereotipos: ni las de izquierda son solteras gato sin hijos que odian a los hombres ni las de derechas sumisas engañadas y educadas para complacerlos. Hay mujeres de izquierda para las que la maternidad es algo esencial en su vida y hay solteras conservadoras encantadas de serlo. Estas ficciones acerca de la condición femenina hacen que se pierda de vista lo que realmente quieren las mujeres. Consiguen que se olvide que las mujeres votan sobre la realidad de sus propias vidas y por opciones que creen que van a hacer su existencia más fácil y satisfactoria. Y lo hacen las que votaron a Harris y también las que votaron a Trump.
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