El legado

21 de noviembre de 2023 22:29 h

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Patxi López dijo mil veces la palabra socialistas, y una historia muy antigua recorrió el espinazo de cientos de miles de personas que estaban viendo la tele el día de la investidura. Un escalofrío de recuerdos familiares, de vivencias personales. Fue el último en hablar, era el segundo día de la sesión de investidura. La palabra socialismo la pronunció menos veces. Son dos cosas diferentes, socialismo y socialistas. Aunque ya no haya socialismo, siempre quedarán socialistas. Por eso perdura el PSOE.

Lo bueno, lo gordo de su intervención, lo dejó Patxi López para el minuto final de aquel discurso de poco más de media hora. Los otros 29 minutos ya no importaban. Entonces apretó los labios como hace siempre, así estuvo un instante, y a continuación exclamó: “Somos herederos de los que hace más de 144 años pusieron la mejor herramienta que ha tenido la gente humilde para combatir las injusticias: el PSOE”.

La palabra mágica era herederos. Los socialistas saben que son eso, la herencia de la lucha obrera, que ese es su valor, su secreto, lo que les hace incombustibles, y que la pueden cagar en todo menos en olvidarse de eso, porque entonces desaparecerán para siempre, como ha pasado con tantos y tantos partidos en tantas partes. Se deben a gente que, en tiempos peores, fueron mejores. Esto es a la vez un recuerdo y un compromiso. Patxi López no es un gran orador, pero gesticula expresivamente. Concentra todos sus gestos en el rostro. Y en su aspecto de boxeador con gafas. De pacifista que ha boxeado. De crío que llevó muchos años el flequillo de Marcelino, pan y vino y, aunque se cambie el peinado, la fuerza del viejo corte permanece.

Cuando Patxi López termina una parrafada, aprieta mucho los labios y parece tragar unas palabras que quizá debieran venir a continuación. Ya no quiere seguir hablando, ¿se ha enfadado? ¿Con quién? ¿Con las palabras? Otras veces, alza la mirada, calla y resopla. Toma aire entre la desesperación y el refunfuño, igual que los personajes de Astérix. En el dibujo de Uderzo, esto es un gesto de autoridad. Se entiende que lo haga Abraracúrcix, porque teme que un día el cielo se le caiga encima. Por eso, además, se cruza de brazos el jefe galo, como esperando solemne el desprendimiento. Patxi López jamás cruza los brazos, es demasiado impaciente, está dispuesto a responder si le tiran algo desde arriba. No olvida de dónde viene, no olvida quién es, no ha renunciado a su legado. Tiene 64 años, conoció a los viejos del partido. Les ha oído contar sus historias. En esas voces está el socialismo profundo que sostiene todos los otros socialismos.

Llamé a mi madre para preguntarle qué le había parecido la sesión de investidura de Sánchez. La llamé para oír su voz contenta porque los suyos habían salido adelante siendo todo tan tempestuoso e incierto. En la caja de las fotografías y de las cosas viejas (la memoria histórica popular es una caja de galletas), mi madre guarda dos carnets del PSOE, de su padre, mi abuelo. Uno es de 1931, el año de la República, y otro es de 1936, el año de la guerra. Muy poco después perdió a su padre, pero quedaron estos dos carnets, y eso es lo todo lo que ha tenido de él, y alguna foto. Lo demás fue hambre, miseria y aislamiento, y señalamiento por ser niña huérfana, hija de rojo. Así, el socialismo pasó de ser ideología a ser identidad.

Me contó que le había encantado la intervención de Patxi López. Enseguida supe a qué momento se refería mi madre, de qué frase se trataba, y se lo pregunté para oír cómo la repetía. “Somos herederos...”, aquellas palabras hablaban de mi abuelo, de ella. También de mi padre. Pero los de mi padre fueron otros carnets, más modernos. Es un decir. Hoy estamos más lejos del 76 que entonces lo estaba mi padre de quienes perdieron la guerra. En aquellos días se decía mucho “perder la guerra”. Ahora se dice más “el fin de la guerra”. Solo los perdedores saben hablar sin eufemismos, pues no pueden permitirse perder también las palabras.

A muchos, los conocí yo también, de un modo parecido al que se conocieron (y se reconocieron) todos al principio, cuando empezaron a encontrarse, cuando de nuevo se abrieron en las ciudades las casas del pueblo. Aún no se las llamaba federaciones locales. Gamero era un viejo (yo lo veía muy viejo, pero igual tenía poco más de 60 años), que había estado en el frente, era de Badajoz. Y Fernández, que le faltaba una pierna, y andaba con muletas, y vivía en el barrio de La Mina. Cervera era de Sant Adrià de toda la vida, y de joven había sido de la CNT, igual que lo fue medio pueblo. Muchos socialistas de Sant Adrià habían estado en la CNT antes de la guerra, o lo habían estado sus padres.

Todas las tardes, me llevaba el mío al partido, a las reuniones (así se resolvía la conciliación familiar), a los cursillos de formación que les daban en la UGT los sábados por la mañana... A través de aquellos hombres y mujeres me llegaba la historia de España: la oía expresarse, reconocía su timbre de voz, la veía sentir, comportarse, veía sus gestos, sus ademanes... El legado es ese. No está en ninguna parte más que en las personas, y solo se transmite por contacto directo.

Me he preguntado desde siempre si yo también formaré parte de eso. No me cuadra no tener nada que ver, habiendo estado tan juntos desde el principio. Es como una corriente profunda contra la que estoy nadando continuamente. Te arrastra al punto de partida. Ya puedo votar a otro partido, siempre en ese voto hay una traza de aquellos socialistas. Decir que me conmovió oír a mi madre emocionada por el discurso de Patxi López es una forma de disimular. De no decir que a mí también me emocionó aquella frase.

Por la noche puse de nuevo la tele para ver cómo seguían las manifestaciones en Ferraz. El facherío intimidando a la gente, con sus banderas rotas y sus gritos nazis. Me acordé de cuando iba con mi padre y sus compañeros a pegar carteles hasta las tantas de la madrugada. Esas noches, aquellos hombres apenas dormían, tenían que levantarse muy pronto para ir al trabajo. El cubo que llenaban de agua en las fuentes de la calle, las brochas con los pelos de esparto y el mango cuadrado de madera, los sobres de cola en polvo, el fajo de carteles doblado en el antebrazo, las escaleras de mano para subirse a los sitios altos (uno se ponía en pie sobre el último travesaño mientras otro sujetaba la escalera; trabajaban en la obra y no tenían miedo de hacer esos equilibrios).

Salían también a esa hora los de extrema derecha, muchos de Fuerza Nueva, para arrancar la propaganda de las paredes y para arrearles a quienes encontraran pegando carteles de rojos. Pero también el miedo a los fachas se dejaba en casa, es decir, que eran las familias las que esperaban intranquilas la vuelta de los padres o los hijos (la mayoría eran hombres, había pocas mujeres en política entonces). Estaban de moda las porras extensibles de acero, con la punta de goma. Era lo que los fachas llevaban en el bolsillo de la cazadora.

“No sigan alimentando a la bestia”, también lo dijo Patxi López en su intervención durante la sesión de investidura. Aquel socialismo de pegar carteles, de esquivar a los ultras, de verse observado (con mirar fijamente bastaba) por la policía o por la guardia civil (“Hola, ¿qué hay?”), aquella militancia hecha de gente que había entregado buena parte de su vida a la historia, en la guerra, en la clandestinidad, en las fábricas, en esa recuperación de la democracia que se llamó Transición, de nuevo ha tenido que enfrentarse estas noches al viejo monstruo, a la bestia. Lo dijo Dickens, lo que no son tiempos difíciles son grandes esperanzas. Mi madre me contó que por las noches ha estado apagando la tele para no ver esas escenas. Proceden de muy antiguo.