La línea divisoria de la Constitución de 1931
Todas las constituciones dignas de tal nombre han sido siempre punto de llegada y punto de partida. El poder constituyente reflexiona sobre lo que ha sido la historia constitucional del país y a partir de dicha reflexión sobre el pasado aprueba un proyecto de futuro. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Adónde queremos ir? Estos son los dos interrogantes que presiden cualquier proceso constituyente digno de tal nombre. La forma en que se da respuesta a los mismos es lo que define a cada Constitución.
Ahora bien, el hecho de que todas las constituciones tengan que hacer una suerte de ajustes de cuentas con su pasado como premisa para definir un proyecto de futuro, no quiere decir que todas lo hayan hecho de la misma manera. En algunas, la reflexión sobre el pasado constitucional supone una ruptura radical con todo el pasado anterior. Suponen un cambio de época. En otras, supone simplemente la introducción de algunos cambios respecto al pasado más inmediato.
La Constitución de Cádiz de 1812 y la Constitución de la Segunda República de 1931 son las dos únicas constituciones de ruptura radical con el pasado en nuestra historia constitucional. La Constitución de Cádiz rompe con el principio de legitimidad propio de la Monarquía Absoluta. La Constitución de 1931 rompe con el principio de legitimidad de la “Monarquía Española”. La Constitución de Cádiz supone la incorporación de la Constitución a la fórmula de gobierno del país, apartándose con ello de lo que había sido la única forma de ejercicio del poder de la que se tenía memoria por haber tenido vigencia durante varios siglos. De la Monarquía Absoluta de la Edad Moderna se pasa a la Monarquía Constitucional con la que nos adentramos en la Edad Contemporánea.
La “Constitución Política de la Monarquía Española” aprobada en Cádiz será la fórmula de gobierno en España hasta 1931. Todas las Constituciones del siglo XIX, con la excepción obviamente de la Constitución de la Primera República, que no llegó siquiera a entrar en vigor, han sido “Constituciones de la Monarquía Española”, independientemente de que en unas, las de 1837 y 1869, se tome como punto de partida “el principio de soberanía nacional” y en otras, las de 1845 y 1876, el punto de partida sea “el principio monárquico constitucional”. La tensión entre estos dos principios ha sido el eje en torno al cual ha girado la historia constitucional desde 1812 hasta 1931. El principio monárquico ha sido el principio dominante durante la mayor parte del tiempo.
Hasta 1931 España ha sido básicamente una “Monarquía Constitucional” y no un Estado Constitucional. El principio de legitimidad propio del Estado Constitucional, el principio de soberanía nacional, está presente en el origen de todos nuestros ciclos constitucionales, 1812, 1837 y 1869. Pero tras la proclamación de dicho principio se produce la reacción del principio monárquico, que se impone durante la mayor parte del tiempo. El principio de legitimidad que ha dominado la mayor parte de la historia constitucional española hasta 1931 ha sido el principio de legitimidad de la Monarquía y no el principio de legitimidad del Estado. Porque todos los ciclos empiezan con la afirmación del principio de soberanía nacional, pueden ser califica-dos de constitucionales. La vigencia de las Constituciones de 1812, 1837 y 1869 será breve, pero gracias al principio de legitimidad propio del Estado Constitucional del que son portadoras, pueden ser calificadas de Constituciones las de 1845 y 1869, que tuvieron una vigencia temporal muy superior.
Con esto es con lo que rompe de manera radical la Segunda República. Con la Constitución de 1931 hace acto de presencia por primera vez de manera inequívoca el “principio de legitimidad democrática”, el principio de “soberanía popular”. El “pueblo” es el lugar de residenciación del poder del que emanan todos los poderes del Estado, como dirá lapidariamente el art. 1 de la Constitución republicana.
La Constitución de 1931 liquida para siempre la “Monarquía Española”. La Democracia como forma política no admite la existencia de un principio de legitimidad que compita con el principio de soberanía popular. El “principio monárquico” queda desterrado para siempre de la fórmula de gobierno del país.
Esto es lo decisivo de la Constitución de 1931. Las Constituciones de 1812, 1837 y 1869, a pesar de que proclamaron el principio de soberanía nacional, no pudieron impedir que renaciera el principio monárquico como principio de legitimidad de la fórmula de gobierno del país. Por eso se la denominaba “Monarquía Española”.
Eso ya no ha sido posible desde 1931. El adjetivo español es privativo del Pueblo o la Nación, del Estado y la Constitución. No se puede predicar de la Monarquía, que tiene que ser calificada de “parlamentaria” para que puede acabar teniendo cabida en una Constitución Española.
1812 supuso la sustitución de la Monarquía de origen divino por la Monar-quía Constitucional, calificada como “Monarquía Española”. 1931 supuso la sustitución de la “Monarquía Española” por la República Española. Por primera vez en nuestra historia no era la Monarquía, sino el Pueblo español el que se constitucionalizaba. Por primera vez el poder constituyente del pueblo español se extendía a la Monarquía.
Tanto la Constitución de 1812 como la de 1931 tuvieron que soportar una reacción brutal, con el retorno de la Monarquía Absoluta con Fernando VII la primera y con la Guerra Civil y el régimen del general Franco la segunda. La forma de reaccionar de Fernando VII ante la Constitución de Cádiz es similar a la forma de reaccionar del General Franco ante la Constitución de 1931. Ambas debían ser borradas de la historia de España, como si nunca hubieran existido, porque no deberían haber existido. Pero ni la primera reacción pudo impedir que la Monarquía Constitucional acabara abriéndose camino tras la muerte de Fernando VII, ni la segunda ha podido impedir que lo haya hecho la Democracia Parlamentaria, tras la muerte del general Franco.
Bien es verdad que la sombra del Antiguo Régimen se siguió proyectando sobre la “Monarquía Española” hasta 1931, de la misma manera que la sombra del Régimen del General Franco se sigue proyectando todavía hoy en la Democracia Parlamentaria de la Constitución de 1978. El reinado de Fernando VII hasta su muerte condicionó la “transición” de la Monarquía Absoluta a la Monarquía Constitucional. La ocupación del poder por parte del general Franco hasta su muerte, condicionó la “transición” a la democracia parlamentaria. De ahí la escasísima calidad del constitucionalismo de la Monarquía Española del siglo XIX y primer tercio del siglo XX y de ahí también la escasa calidad de la Democracia Parlamentaria de la Constitución de 1978.
Pero esa es otra historia que exigiría mucho más espacio del que dispongo en este artículo.
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