Lola González Ruiz, una vida por la libertad

La historia de María Dolores González Ruiz, fallecida la pasada semana en Madrid, puede servir para ilustrar la crónica de una generación de españoles que lucharon cuando eran jóvenes contra la dictadura de Franco, que perdieron a seres queridos en ese afán y que estuvieron ellos mismos a punto de morir o fueron encarcelados.

No cabe más dignidad ni creo que se pueda empatar en dolor con la biografía de esta mujer ejemplar.

Cuando era muy joven, María Dolores se hizo novia de Enrique Ruano. Eran dos estudiantes antifranquistas, miembros del Frente de Liberación Popular, conocido como 'Felipe', que junto con el PCE fueron organizaciones clave en la lucha por las libertades. Lola y Enrique fueron detenidos a la vez, en 1969, por esas cosas que entonces te podían llevar a la cárcel durante cuatro años: asociación, propaganda... Ruano estuvo tres días en comisaría, sometido a torturas, y luego fue trasladado a una inspección ocular a un piso de la calle Príncipe de Vergara, allí cayó por una ventana y murió. La policía franquista decidió que aquello era un suicidio y el ABC se encargó de distribuir la intoxicación que echaba la culpa de su muerte a la víctima.

Lola, como la llamábamos los que la conocíamos, sufrió un golpe brutal. Ocho años después, en un aciago 24 de enero de 1977, un grupo de pistoleros fascistas irrumpió en el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha, en Madrid. Amontonaron contra la pared a los abogados y empleados que a esa hora de la noche, 22.30, estaban en el despacho y allí, puestos de espaldas, literalmente los fusilaron. Dispararon contra ellos a mansalva, impunemente, hasta saciarse.

Cinco fueron asesinados en el momento y conviene recordar quiénes eran: Javier Sauquillo, Enrique Valdelvira, Serafín Holgado, Luis Javier Benavides y Ángel Rodríguez Leal. Lola fue tiroteada en la mandíbula y, como otros supervivientes, salvó la vida en la montonera de muertos, al creer los asesinos que no hacía falta rematarla.

En esa matanza de Atocha, Lola perdió al que era su marido desde 1973, el abogado Javier Sauquillo. Los dos de Comisiones Obreras, los dos abogados, los dos del PCE.

El funeral por los cinco asesinados por los pistoleros fascistas en Atocha fue una de las movilizaciones democráticas más dignas, más impresionantes y más revolucionarias que he visto en mi vida. Aquel inmenso silencio, lleno de lágrimas y decencia, fue un modelo de comportamiento democrático de un PCE entonces clandestino. Muy posiblemente fue el dato que faltaba para legalizar, un Viernes Santo de abril, meses después de la matanza, al partido que había llevado el peso más importante en la lucha contra la dictadura.

No hubo venganza, hubo dignidad y un mensaje de silencio que estaba lleno de palabras. En ese funeral se selló la Transición, el paso de la dictadura a la democracia, guiada, entre otros, por políticos como Santiago Carrillo y Adolfo Suárez, empeñados en evitar que se reprodujera el clima que provocó la Guerra Civil.

El teniente general Gutiérrez Mellado puso como ejemplo aquella manifestación, en contraste con la algarabía golpista que invadía en Madrid tantos funerales de militares asesinados por ETA, cuando algunos uniformados bramaban: “ETA, al paredón”, “Ejército, al poder”.

En gestos como el silencioso homenaje a los abogados de Atocha reside la ejemplaridad de la Transición. Veníamos del garrote vil y de los fusilamientos. En marzo de 1974 la dictadura franquista aplicó garrote vil a Puig Antich, un joven anarquista catalán, y a Heinz Chez, un preso común metido en el mismo lote criminal, la torna, para tratar de encubrir la ejecución. Garrote vil. El 27 de septiembre de 1975, dos meses antes de morir, el dictador Franco ordenó el fusilamiento de tres militantes del FRAP y dos de ETA.

Veníamos de eso, de un régimen dictatorial que se inauguró fusilando en masa y se clausuró fusilando. Fusilando el 27 de septiembre de 1975 y fusilando el 24 de enero de 1977, cuando los que no querían que la dictadura se acabara se dedicaron a asesinar y aterrorizar a los que queríamos vivir en libertad.

Había fuerzas muy importantes que no querían que se acabara la dictadura después de muerto Franco, que no querían la democracia en España. Y había un movimiento obrero y estudiantil que no paró de movilizarse hasta lograr las libertades. Había quienes querían una democracia a medias, con el PCE sin legalizar, y había demócratas que venían de la clandestinidad, la cárcel y el exilio, que no pararon hasta que el PCE se legalizó, como símbolo de que había democracia.

Hubo asesinatos fascistas, asesinatos de la policía, disparos contra manifestantes. Y hubo una respuesta tenaz, sostenida en el tiempo, democrática, para lograr las libertades. Hubo atentados brutales de ETA, que coincidía con los fascistas en no querer la democracia, pero al final hubo libertades y democracia gracias a gentes como Lola González Ruiz, que simboliza en su atormentada biografía la lucha de los pocos miles de españoles que se la jugaron por las libertades.

En los tiempos de la clandestinidad, a los que nos detenían en provincias –en mi caso, en Valladolid– nos podían defender ante el siniestro TOP (Tribunal de Orden Público) en Madrid los abogados del despacho de Atocha, o los abogados del despacho de Españoleto. Lola trabajaba en el primero. Estuvo en mi casa en San Sebastián, a mediados de los ochenta, durante un festival de cine, con toda su lucidez y ternura, pero también con todos los miedos que le quedaron para siempre después de haber muerto en vida dos veces. Su pareja, José María Zaera, también fallecido ahora, fue compañero de partido en Valladolid, cuando los dos éramos estudiantes.

Lola se ha muerto demasiado joven, como si hubiera sido víctima retardada de aquella bala que le destrozó la mandíbula. Se ha muerto Lola manteniendo la dignidad intacta, después de construir con su trayectoria un ejemplo de lucha por la libertad, arriesgando la vida por ella.