Imagínense que un presidente de sala del Tribunal Supremo encarga a una de sus secciones que fije doctrina en un controvertido asunto tributario. Lo hace porque los magistrados miembros de la misma resultan ser los más reconocidos expertos judiciales en esa específica rama del derecho. Imaginen que ese tribunal no solo sienta esa doctrina por una amplísima mayoría sino que, además, anula aquel precepto legal que, de manera única, fundamentaba la jurisprudencia anterior.
Imaginen que el presidente, cabreado porque nadie le ha avisado de un cambio jurisprudencial con el que o no contaba o no está de acuerdo, hace aquello que tenía que haber ejecutado desde el primer día: convocar el pleno de la Sala para que tan importante decisión cuente con el mayor respaldo jurídico posible. Imaginen finalmente que dicho Pleno restablece la jurisprudencia anterior, exclusivamente basada en un artículo que ya no está en el reglamento porque ha sido anulado, contraviene el criterio de los ponentes de las dos nuevas sentencias y lo decide en una votación ajustada donde, al parecer, algunos magistrados dijeron una cosa y luego votaron exactamente lo contrario.
No es el Proceso de Kafka, ni un guión de The Good Fight: es el Tribunal Supremo de España. En un país normal, donde el poder judicial también tuviera que rendir cuentas, nadie que haya tenido una mínima responsabilidad en semejante desorden debería seguir en su puesto. Los errores se pagan, los jueces no están ni exentos ni dispensados, aunque ellos parezcan convencidos de estarlo.
Si además anda la banca por medio, el desastre se convierte en tragedia. Por muy buena que sea la argumentación jurídica que sustente las dos nuevas sentencias, la certeza de que la Justicia ha actuada así porque la nueva jurisprudencia perjudica a los intereses de los más fuertes se ha extendido con la rapidez y contundencia de un virus extremadamente mortal y agresivo.
Ya no tiene remedio y una Justicia sin reputación es un desastre inminente. Una vez más la banca gana y vuelve a asombrarnos con su inagotable capacidad para lograr que ejecutivos, gobiernos, reguladores, medios y ahora también jueces y magistrados de las más altas instancias se inmolen sin dudarlo para garantizarle su mayor gloria y beneficio.
Dice Carlos Lesmes, presidente del Supremo, que la ley no es clara. Pero suena a una excusa tan burda como las carreras de los partidos para ponerse la medalla por solucionar una injusticia que no les había preocupado durante tres décadas, ocupados como estaban en sus cosas. La nueva jurisprudencia que acaban de tumbar era cristalina y clara como la luz de un día de verano, y no le sirvió de nada.
Para no entender la magnitud del daño hay que vivir en Marte, o en una realidad paralela donde la posición de privilegio y poder que supone ser juez se confunde con la impunidad y la independencia se convierte en una licencia para decidir lo que venga en gana. Si en el Supremo pretenden consolarse con la coartada de que acaban de darnos una lección y probado que las sentencias no se escriben en la calle o en los medios, se engañan. Solo nos han demostrado que su justicia no es de este planeta.