Greta Thunberg cruza el océano para no subir a un avión y eso enfada a los señores, casi tanto como nos enfadábamos algunas de nosotras en 2014 cuando Beyoncé salía al escenario ataviada con un diminuto vestido negro y detrás de su esbelta silueta se proyectaba la palabra FEMINIST. Por qué nos enfadábamos tanto, me pregunto algunos años después, qué podía dolernos de esa escena que hoy es cotidiana. ¡El capitalismo!, decíamos. ¡Lo mainstream!, justificábamos. ¡Que un(a) influencer se apropie de una lucha que es más grande y más poderosa y más honesta de lo que ella será jamás! Odiar el feminismo pop de Beyoncé se nos hacía tan difícil como amarlo. Menuda contradicción alabar el modo en el que un solo cartel luminoso haría que miles de personas atendieran a ese término por primera vez, y menuda contradicción también detestar que con su popularización se desvirtuara la batalla. Era como hacer malabares. Como arrancarnos la costra de una herida pequeña hasta que al fin comprendiéramos que “feminismo” también significaba atender a los diferentes estadios de esta lucha.
Todo lo relativo a Greta Thunberg genera una contradicción parecida: por un lado creemos que algo falla si ella es la protagonista de portadas de revistas de moda en las que sostiene carteles con amables mensajes para salvar el mundo, pero por el otro sabemos que su proeza es grande, pues anuncia y abre los ojos a una lucha que intuíamos urgente pero que estábamos retrasando, como si no fuera con nosotros, hasta que una imagen de América en llamas nos hizo vomitar.
¿Cómo habíamos cerrado así los ojos? ¿Cómo habíamos sido capaces de pensar que con unas bolsas de tela para hacer la compra y dos cubos de la basura debidamente separados en la cocina íbamos a resolverlo todo?
Perdonad la inconsistencia y lo previsible de mis preguntas.
Perdonad que nuevamente hable sin saberlo todo de este tema.
Pero siento la necesidad de agitar cuerdas vocales.
Opinar a veces también consiste en pedir ayuda.
En reclamar información.
En conectar intuiciones.
En preparar metáforas para el “ahora qué”.
Y aunque justamente mi trabajo sea el de hacer metáforas, el miedo, la incomprensión y la falta de recursos me han llevado a darme cuenta de que para hablar de esto no soy capaz de verbalizar ninguna. De que tal vez lo más correcto no sea regresar hoy a ese sentimiento de 2014 mediante el cual cualquiera de las “manifestaciones pop del activismo” provocaban resquemor, sino más bien celebrar que en un momento de urgencia como el que vivimos, cualquier mensaje a favor de un cambio -ya sea en la cuenta de Instagram de Thunberg o en un descorazonador manifiesto de los colectivos de mujeres indígenas que llevan décadas dando la vida desde la Amazonia- es un estadio que suma. El siguiente paso tal vez sea agarrar todas esas piezas ahora dispersas, todos esos mensajes, y juntarlos de la manera más coherente posible para que del cartel luminoso y amablemente viral pasemos a la información, y de la información a las acciones íntimas, y de las acciones íntimas a las calles, y entonces así… ¿Entonces así qué?