En julio pasado, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) impuso la multa más alta de su historia a las seis grandes constructoras de España por haber mantenido durante al menos 25 años un cártel que amañó y se repartió miles de contratos de distintas administraciones públicas, lo que afectó el principio de libre competencia en el país. Las prácticas de aquel cartel, que mantenía encuentros periódicos secretos para pactar sus tropelías, dejaron fuera de juego a cientos de empresas con menos fortaleza económica y tuvieron “efectos especialmente dañinos para la sociedad”, según la CNMC. Una de esas seis compañías que dinamitaron durante cinco lustros la seguridad jurídica del mercado de la construcción, Ferrovial, ha anunciado el traslado de su sede corporativa a Holanda con el argumento de que “allí hay un marco jurídico estable”.
El Gobierno, por boca de la vicepresidenta económica, Nadia Calviño, ha echado en cara al máximo responsable de la compañía, Rafael del Pino, su “falta de compromiso” con el país y le soltó que su empresa “ha nacido y crecido en España gracias a la inversión pública de los ciudadanos españoles”. Por discreción o por olvido, no le sacó en su despecho lo del cartel. La derecha política y mediática, como no podía ser de otra manera, ha recibido la noticia con una notable secreción de jugos endocrinos por la excitación de haber encontrado munición fresca en su infatigable ofensiva contra el Gobierno. Expresando quizá más un deseo que un temor, el vicesecretario de economía del PP advirtió de que España se enfrenta al riesgo de un “efecto contagio” que llevaría a otras grandes empresas a abandonar el país. Este retórica catastrofista la llevó a su apogeo Cristóbal Montoro hace más de una década con aquel “que caiga España, que ya la levantamos nosotros”. ¿Y qué dice la prensa amiga? Lo previsible: que Ferrovial se marcha para salvarse de la devastación que los socialcomunistas están causando en España.
Es por lo menos curioso que Ferrovial decida marcharse justo ahora, cuando el Gobierno ya ha entrado en su último año de mandato y la mayoría de las encuestas pronostican una victoria del PP en las próximas elecciones. Lo habitual es que los capitales huyan despavoridos ante la inminente llegada de un gobierno indeseado –véase Cuba en 1959- y no cuando dicho gobierno parece languidecer. Algún bromista -siempre los hay- podría deducir que a lo que teme realmente Ferrovial es a un triunfo del PP.
Aún es pronto para establecer qué impacto tendrá en España el traslado de la sede de la constructora a Holanda. Hay que recordar que en la actualidad el negocio internacional de Ferrovial representa casi el 80% de sus ingresos y que el grueso de sus impuestos los paga ya en otros países. La compañía ha asegurado que seguirá pagando en España los tributos derivados de sus contratos, aunque es más que probable que alguna buena suma se ahorrará –algunos expertos calculan que podría llegar a 40 millones de euros anuales- por su mudanza a las fiscalmente acogedoras tierras neerlandesas. Por otra parte, habrá que ver qué sucederá con los empleados que forman hoy la plantilla en España. Estos enigmas se acabarán despejando y solo entonces podremos calibrar las consecuencias de la mudanza. Más allá de estos aspectos económicos y laborales, el máximo responsable de Ferrovial ha incurrido en un acto indudable de deslealtad con España: no tanto por trasladar la sede –es libre de hacerlo, allá él y su conciencia- como por haber aireado el mensaje de que en España no encuentra la seguridad jurídica deseable, lo cual, aunque cínicamente lo piense después de lo señalado al comienzo de este artículo, y aunque se lo celebren sus amigos del PP, puede afectar negativamente a su país.
Y hablando de seguridad jurídica, una reflexión. La doctrina tradicional, derivada en el caso español del artículo 9 de la Constitución, establece que la seguridad jurídica de las personas físicas o jurídicas consiste en garantizarles sus bienes y sus derechos; en ofrecerles acceso a un juicio imparcial y fiable en el caso de sentir sus derechos vulnerados; en que tengan conocimiento con el debido tiempo de los cambios normativos que puedan afectarlos; en que disfruten de la tranquilidad de que las leyes no son retroactivas, etc. Sin embargo, los grandes centros del poder neoliberal se han adueñado ideológicamente del concepto, de modo que todo lo que pueda perturbar la multiplicación desaforada del capital –una reforma laboral que mejore tímidamente la condición de los trabajadores, un aumento en la inversión social, un impuesto a las compañías más poderosas para afrontar una situación excepcional de crisis- ha pasado a asumirse como factor de inseguridad para las empresas. Y si alguien afirma que para inseguridad la que vivieron los españoles cuando les arrebataron la titularidad de empresas públicas rentables para entregárselas a grandes bancos e inversores, se le tacha de demagogo populista. No hay más que mirar los dividendos y sueldos de los accionistas y directivos del Ibex y compararlos con la difícil situación de la mayoría de los españoles para hacernos una idea de quiénes son los que padecen realmente la inseguridad jurídica en este país.
Seguramente veremos airear estos días en muchos medios un ranking reciente elaborado por dos grandes pilares del pensamiento neoliberal –la Fundación Heritage y The Wall Street Journal- que excluye a España del pelotón de vanguardia en materia de seguridad jurídica. Será para más de un tertuliano la prueba irrefutable de que estamos al borde del abismo. Miento: de que ya estamos en él.