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Martin Scorsese, el hombre que se ríe con Fran Lebowitz

22 de enero de 2021 22:06 h

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De pequeña conseguí que un niño me regalara el cromo de la selección de Brasil. ¿Sería del álbum del Mundial 82? No sé, yo no hacía la colección. Sé que era muy pequeña, tenía como máximo seis años, el recuerdo se desarrolla nítidamente en el pabellón de preescolar de mi colegio. Estuve comiéndole la oreja a Luis Miguel, así se llamaba el niño, durante un recreo entero para que me lo regalara. Yo no tenía taco para cambiar, pero sabía bien por mis dos hermanos que ese cromo era uno de los más codiciados de la colección. Siempre me he llevado muy bien con los niños. Supe convencer a uno para hacer feliz a otros dos. Bonito y triste. La vida me había puesto a jugar en su terreno, a hablar su idioma. Qué remedio. 

He tenido bastantes amigos hombres a lo largo de mi vida, algún novio y hasta un hijo. He tenido que aprender a hacerme valer, a que mi voz fuera escuchada en las conversaciones, a ganarme el respeto. Para ello, probé múltiples tácticas: ser complaciente (esta creo que te la inoculan al nacer junto con el pinchazo de la vitamina K), jugar a lo bruto, decir palabrotas, ser temeraria, beber chupitos como el que más (sin gustarme de entrada el sabor de casi ningún alcohol), aprenderme los nombres clave que había que saberse, ya fuera de política, de cine, incluso de cosas que me importaban una reverenda mierda. Por ejemplo, una de las estrategias más absurdas y que más he usado para ganarme el respeto masculino ha sido la de saberme alineaciones completas de fútbol (mis hermanos, como ya se ha visto, y muchos de mis amigos eran futboleros, pero se puede insertar aquí cualquier otra disciplina que le guste a los hermanos de cada cual) y baloncesto. Por eso me liberó tanto el capítulo de la serie documental Pretend it's a City y envidié tanto a Fran Lebowitz, la protagonista del mismo, cuando, impertérrita, consigue que Spike Lee reconozca que el deporte no es un arte, tal vez ni siquiera cultura. Sí, cuñadete, también me he leído Homo ludens y sabré rebatir que toda la cultura es juego, y todo el juego es cultura y blablabla… STOP. También aprendí las artes oscuras de la dialéctica sesuda. Pero, como diría Lebowitz: “Es solo un juego”. 

Otra de las estrategias que con más perseverancia he usado es la de tratar de ser ingeniosa, esforzarme seriamente en ello, perfeccionarlo como arte. Porque sé cómo atrae la atención inmediata. El respeto. A partir de una edad tuve el ojo de pegarme a hombres queer y todo un mundo de diversión, purpurina y reconocimiento se abrió ante mis ojos. Aunque ser ingeniosa también seguía sirviendo allí, la masculinidad es una cosa acendrada. En vez de memorizar alineaciones, pasé a memorizar letras ambiguas de copla y grandes hitos de cultura popular más trash. Pero, vamos, infinitamente más divertido que la alineación del Panathinaikos o del Žalgiris de Kaunas, dónde va a parar. Diréis, qué pena, qué amigos más heteruzos (taxonomía de Ana Elena Pena) te ha puesto en el camino la vida. Bueno, chicos, yo creo que he tenido amigos. Punto. Y, además, los quiero.  

Por eso me inquietan las risas entregadas de Martin Scorsese. Por un lado pienso que todas deberíamos tener amigos hombres que se rían con nosotras. Por otro me inquieta pensar hasta qué punto no tenemos que ser súper ingeniosas para ser tomadas en serio y tratadas como una igual. ¿Cuántas veces os han ignorado hasta el punto de no miraros en un corrillo donde había más hombres? ¿Os han interrumpido recientemente en una conversación? ¿Han usado vuestras ideas sin acreditarlas? Y, vosotros, ¿a cuántas de vuestras amigas admiráis? ¿A cuántas citaríais como referente? Tengo más preguntas que respuestas, lo sé. Se me agotó el cartucho de ingenio para hoy. En fin. Quédate con quien se ría contigo como Martin se ríe con Fran, me digo a mí misma. Pero no te esfuerces tanto.