En dos meses y medio de confinamiento hemos pasado más horas en casa de las que pasaríamos en todo un año. Como esas máquinas que someten a los muebles a frenéticas pruebas de resistencia, simulando en poco tiempo las miles de veces que nos sentamos en un sillón o abrimos un cajón durante años, también nosotros les hemos pegado una buena paliza a nuestros hogares, además convertidos en oficina, colegio, gimnasio, parque infantil, cine, panadería… Normal que nuestras casas parezcan fatigadas y resentidas, y hagamos balance de daños.
En dos meses y medio se nos han roto más vasos y platos que nunca, hemos acelerado la obsolescencia de los electrodomésticos, vencido sillones que aún iban a durar años, fundido bombillas y pilas, vaciado el botellero y raído la ya de por sí raída ropa de estar por casa. Hemos deslustrado la tarima de tanto ir y venir por el pasillo.
En diez semanas de estado de alarma hemos pasado más horas con nuestros “convivientes” que en todo un año. Horas intensas, reconcentradas. Y a la vez hemos tenido a gente querida tan lejos como si fuésemos emigrantes. Nos hemos querido y nos hemos cuidado, pero también hemos discutido, nos hemos hartado, hemos agotado la paciencia y añadido gotas que colman viejos vasos, nos hemos gritado y dejado de hablar, nos hemos ofendido y acumulado malentendidos y desaires. A menudo nos hemos enfadado, con nadie, con todos. Nos hemos dicho deprimidos, hemos llorado mucho y dormido poco, reventamos de teletrabajar sentados a la misma mesa donde nuestros hijos tele-estudiaban. Vaciamos los botiquines, visitamos más que nunca la farmacia. Hemos pasado miedo y ansiedad, hemos echado de menos a otros confinados, nos moríamos por salir a la calle y no queríamos que nadie saliera a la calle.
Aplazamos bodas y faltamos a funerales, celebramos cumpleaños con sordina, desactivamos rutinas de décadas, olvidamos citas y suspendimos fiestas, nos perdimos la primavera, cancelamos viajes y no hablamos de las vacaciones, ni del curso próximo, ni del otoño. La agenda del móvil nos sigue notificando compromisos a los que no iremos, cada notificación un pellizco.
Más fatiga, más daños: nos hemos ido al ERTE y tardado en cobrarlo, no nos han renovado el contrato, hemos cesado actividad, perdimos trabajos con los que contábamos y no sabemos cuándo cobraremos otros. Hemos pedido moratorias y aplazamientos, negociado con caseros y bancos, congelado proyectos y gastos previstos. Hemos pensado una y otra vez, tantas veces como días, tantas como horas ha tenido el confinamiento, qué haremos el próximo año, el próximo curso, el mes que viene.
Se nos han muerto cerca de treinta mil familiares, amigos, vecinos, conocidos. Sin poder despedirlos, sin abrazar a los suyos. Hemos visto a nuestros sanitarios salir del turno hospitalario con el rostro hinchado y el ánimo por los suelos; les hemos visto llorar de agotamiento y pedirnos que seamos responsables, que no pueden más, que no resistirán un repunte. Hemos expuesto al contagio y sometido a fuerte estrés a muchos trabajadores que antes no valorábamos, que ni veíamos, y que ahora reconocemos “esenciales”: gente que produce alimentos, reparte mercancías, repone, cobra en caja o limpia. Hemos dejado a profesores y alumnos improvisar de la nada una escuela en casa. Hemos teletrabajado más horas y con más dedicación de lo que nunca antes entregamos en la empresa.
Han crecido la polarización política, el enfrentamiento parlamentario, la tensión social. Nos hemos envenenado de bulos y noticias falsas, whatsapps enviados por un amigo de un amigo que lo sabe de buena fuente, pero también demasiado periodismo carroñero. Hemos mostrado nuestra peor cara en redes sociales. Se han visto grietas en la convivencia, no muy grandes pero sí preocupantes. Han aleteado viejos fantasmas. La buena gente ha sido incluso mejor; los miserables han crecido en su miseria. Ni mejores ni peores, el coronavirus puso a cada uno en su sitio.
Se nos ha jodido el futuro. A algunos un poco, a otros mucho, todo. A los jóvenes, que ya lo traían jodido, que llevan años escuchando la condena de “la primera generación que vivirá peor que sus padres desde la guerra”, y que ahora parece perpetua. A los no tan jóvenes, que ya habíamos ido acortando el porvenir, medido en años, en cada vez menos años, y ahora reducido a meses, multiplicada la incertidumbre. Y sobre todo a quienes más pierden en cada crisis, en cada guerra o en cada terremoto, siempre los mismos, porque los virus, como las crisis, las guerras o los terremotos, distinguen entre clases.
Nos recuperaremos, saldremos adelante, nos levantaremos y, quién sabe, quizás un día miremos atrás y pensemos, por sesgo retrospectivo, por vanidad de supervivientes o por mero consuelo, pensaremos que sí, que esta crisis nos hizo mejores y más fuertes. Pero déjennos respirar un poco. Hoy estamos todavía cansados y desconcertados y tristes y desconfiados y asustados, y acumulamos daños en nuestras casas, en nuestras vidas y en nuestro país. No nos digan que “salimos más fuertes”. Por favor. No necesitamos mascarillas de Mister Wonderful, ni coaching institucional, ni mierda de pensamiento positivo, ni esa “moral de victoria” que siempre evoca el presidente en sus comparecencias. Esto no es derrotismo, ni siquiera pesimismo. Es solo que se nos han roto demasiadas cosas y nos va a costar mucho repararlas. Y creo que ayuda saber, sentir, que no estás solo en tu cansancio y en tu balance de daños. Venga.