Decía el filósofo alemán Theodor Adorno que si algo deberíamos aprender de la Segunda Guerra Mundial es a experimentar no con los cuerpos sino con el arte. El morbo, la fascinación, la saña, no obstante, parecen haberse impuesto con descaro. Recuerdo hace tiempo que a mi amigo periodista Óscar Martínez, del Salvador, autor de libros imprescindibles y acompañante de migrantes en el tren de ‘la bestia’ durante su cruce en México y editor en el necesario periódico El Faro, le pregunté por qué según él la violencia había llegado a tal grado de exposición en la guerra de México entre el narco, a qué se debía que las formas de la violencia fueran cada vez más explícitas y repugnantes, en qué momento se había perdido el pudor ante la muerte. Su respuesta fue contundente y no la he olvidado nunca: “Porque ser malo es uno cosa, pero parecer malo hoy es muy difícil. Hoy la gente que comete un acto de maldad tiene que asustar a otra gente que ha cometido muchos”. Se refería, claro, a los cárteles mexicanos, las maras centroamericanas, los traficantes de personas y de armas, los asesinos de periodistas… Y es cierto.
En México hemos vivido algunas escenas de violencia que han cambiado, radicalmente, nuestra manera de mirar el mundo. Gente y momentos que no olvidaremos jamás y lo han reconfigurado todo. Y desde que comenzó la guerra del narco yo he pensado muchas veces en aquella sugerencia (casi súplica) de Adorno: experimentemos con el arte, no con los cuerpos.
Hay algunas sociedades en las que esto es así. Algunas sociedades en las que a la par que una violencia extrema se vive una curiosidad extrema por el arte. Y en las que la brutalidad convive con aparente normalidad con la belleza.
En Europa lo vimos durante el nazismo o durante el totalitarismo comunista. La estética fue uno de sus estandartes. Y no es lo mismo matar y morir en una sociedad como ésta que en una sociedad desesperada y casi vacía. Sé que puede sonar extraño, pero no es lo mismo. Porque si la vida con o sin arte no puede ser igual, tampoco tendría por qué serlo la muerte.
Pero los útiles de transmisión y creación del arte hoy parecen haberse banalizado hasta la saciedad. Esta explosión masiva de nuestra intimidad ha hecho que hoy nos cueste tanto destacar una fotografía como a un asesino centroamericano le cuesta destacar su muerte sobre muchas otras. De modo que la saña hoy no sólo se registra sino que se transmite. Y eso hace que adquiera otro significado. Sobre todo en estos espacios en los que el arte está ausente y la iconografía adquiere un valor sobredimensionado.
La masacre en dos mezquitas en Christchurch, Nueva Zelanda, se ha perpetrado en directo. Uno de los asesinos llevaba una gopro y la ha transmitido por facebook life hasta que la compañía lo ha detectado y ha borrado las imágenes (si bien ya no se van nunca). Eran de extrema derecha. Y la primera ministra, Jacinta Arden, que ha dicho en una rueda de prensa que el ataque perpetrado era un ataque terrorista, les ha advertido a los asesinos: “Vosotros nos habéis elegido a nosotros, pero nosotros os rechazamos y os condenamos”. Debería servir esta frase como condena masiva al terrorismo. Pero no podemos sino sorprendernos de la similitud entre ataques de personas aparentemente opuestas en su ideología. No lo son.
Este mundo vacío de arte en el que crecen millones de jóvenes que necesitan generar imágenes de odio puede paliarse. No sólo con las actuaciones de las fuerzas del orden sino con cultura. Llenar el vacío con arte. Debemos hacerlo. Es nuestra responsabilidad social desde lugares sociales como el nuestro. Porque estas masacres y violencias brutales a las que como sociedad global parecemos estarnos acostumbrando no son solo actos despiadados; son también, y sobre todo, puestas en escena.