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De mayor quiero ser funcionario

Archivo - Una persona realiza las oposiciones para diferentes cuerpos de la Administración General del Estado.- Archivo

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Hazle a un niño la vieja pregunta de “¿qué quieres ser de mayor?”, y dirá lo de toda la vida: médico, profesora, futbolista. Si se lo preguntas a un adolescente, imagino que en los primeros puestos estarán los youtubers e influencers. Pero si hablamos de veinteañeros, universitarios y no universitarios, muchos lo tienen claro: quieren ser funcionarios. Y si ya cumpliste los treinta y llevas años currando, también es probable que quieras ser funcionario. Pero es que si andas, como yo, cerca de los cincuenta, no me sorprendería que también dijeras que de mayor quieres ser funcionario. De mayor-mayor, ya para los últimos años de vida laboral.

Si eres usuario habitual de bibliotecas y salas de estudio, estarás acostumbrado a ver opositores, reconocibles por su ropa deportiva, temarios bien ordenados, tapones en los oídos y manías desarrolladas por meses de estudio solitario. Y habrás notado cómo la edad media de los opositores ha ido subiendo en los últimos años. También lo verás en tu entorno, amigos y familiares preparándose oposiciones a edades impropias. Si antes eran sobre todo jóvenes, cada vez se ven más cuarentones y hasta cincuentones esforzándose por memorizar temas con sus cerebros fuera de forma. Y no solo parados: también gente que tiene trabajo, incluso trabajo estable, incluso trabajo razonablemente pagado, pero que le quita horas al sueño y al ocio para prepararse la próxima convocatoria de Correos o de la Junta.

A todos vosotros, enhorabuena: el gobierno acaba de aprobar la mayor oferta de empleo público de la historia, más de 40.000 plazas. Y enhorabuena especialmente a las academias de preparación de oposiciones, uno de los negocios más boyantes de nuestro tiempo, con cada vez más trabajadores buscando alcanzar, como en su época Lázaro de Tormes, “un oficio real, viendo que no hay nadie que medre, sino los que le tienen”.

Tantos años inculcando la “cultura emprendedora” (mi hija tiene una optativa de tal nombre en el bachillerato), y resulta que nuestra aspiración en la vida no es montar una startup sino fichar a las ocho en alguna delegación territorial o subdirección municipal, ganar un sueldo no muy alto pero fijo, ser el blanco preferido de chistes, bulos y demagogia, y tener facilidades para conciliar, las tardes libres y unas vacaciones dignas de tal nombre: pagadas y sin que nos chuleen los días que nos corresponden. O sin que te despidan en junio para contratarte otra vez en septiembre, como esos 51.600 profesores que se han ido al paro veraniego con el final de curso.

Y no solo eso: vete tú al banco a pedir una hipoteca diciendo que eres emprendedor, o simplemente autónomo, o currante de lo que sea, y todo problemas. Ve con una nómina de funcionario por delante, y todo facilidades. Y lo mismo para alquilar un piso, que el trabajador público es el sueño de cualquier casero.

No es que la función pública haya mejorado mucho sus sueldos, que siguen siendo decentes sin más: es que vamos huyendo de la precariedad, de la incertidumbre laboral y no solo laboral, del futuro dudoso, de las pandemias que llegan y te dejan con el culo al aire, de la angustia de vivir en el alambre un año y otro, de las penurias del autónomo, de la empresa que va muy bien hasta que llega el ERE o el cierre, de la jubilación tardía y empobrecida. Cuanto mejor va el empleo, cuanto más crece el PIB y batimos récords macroeconómicos, más gente quiere ser funcionaria, como una tabla a la que agarrarse en la marejada, la presente o la por venir.

Queremos ser funcionarios aunque se nos haya pasado ya el arroz. Aunque sea ya para los últimos años de vida laboral, para cotizar decentemente antes de jubilarnos y ahorrarnos sobresaltos para los que ya no tenemos edad. Aunque sea, como el Lazarillo, para poder decir, una vez ganada la plaza, que “todos mis trabajos y fatigas hasta entonces pasados fueron pagados con alcanzar lo que procuré, que fue un oficio real”. Suerte.

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