Hemos sido testigos de dos formas distintas de hacer debates, de realizar periodismo, de razonar e interpelar con los telespectadores. Por un lado, el show en un medio privado donde, en un debate a dos, apenas se podía escuchar nada, donde las mentiras se podían esparcir sin disimulo, sin ningún tipo de control, sin rubor, y donde las propuestas de futuro eran una quimera. Por otro lado, en la televisión pública, la de todos, dos debates. El primero, un debate a siete donde cada uno de los participantes podía hablar sin temor a ser cortado, desenvolverse sin agobios, con respeto por y hacia sus oponentes, y, donde, además de una dialéctica política correcta en las formas, se pudieron escuchar propuestas de futuro. El segundo, bajo este mismo patrón, un debate a tres, donde a pesar de las enormes discrepancias, el tono entre Yolanda Díaz, Pedro Sánchez y Santiago Abascal, fue educado en las formas, y más jugoso en el fondo.
La calidad democrática de un país se puede medir viendo y/o escuchando cómo se debaten los temas relevantes que nos afectan como sociedad en un medio televisivo, o incluso radiofónico. En España, cuando solo había tele pública existía un programa que se emitía los viernes por la noche, La Clave. El nivel de debate entre los participantes era tan alto que incluso podías aprender algo novedoso sobre el tema tratado. Eso, hoy en día, salvo muy raras excepciones, es imposible. Para poder debatir, hay que exponer, hay que escuchar, hay que abandonar los mensajes cortos para borregos que hoy se imponen en el show de las teles privadas. En parte lo que se pretende es que no te enteres de nada, que todas las opciones de resolución de un problema parezcan las mismas, que acabes cabreado porque aparentemente no hay solución.
Digámoslo claramente. El formato actual de las teles, especialmente las privadas, está perfectamente orquestado para alentar la “desmovilización cívica”, condicionar al electorado a entusiasmarse por períodos breves, controlando su lapso de atención y promoviendo luego la distracción o la apatía. Es la fórmula empleada para privatizar la ciudadanía.
Totalitarismo invertido
Esta forma de actuar forma parte de un concepto acuñado allá por 2003 por Sheldon Wolin, profesor emérito de filosofía política de la Universidad de Princeton. Nos referimos al termino que introdujo en una de sus obras más relevantes, “Inverted Totalitarianism”. Según Wolin en el totalitarismo invertido, “los elementos clave son un cuerpo legislativo débil, un sistema legal que sea obediente y represivo, un sistema de partidos en el que un partido, esté en el gobierno o en la oposición, se empeña en reconstituir el sistema existente con el objetivo de favorecer de manera permanente a la clase dominante, los más ricos, los intereses corporativos, mientras que dejan a los ciudadanos más pobres con una sensación de impotencia y desesperación política y, al mismo tiempo, mantienen a las clases medias colgando entre el temor al desempleo y las expectativas de una fantástica recompensa una vez que la nueva economía se recupere”.
Y ahí entran en juego los actuales medios de comunicación, no solo en España sino también en la inmensa mayoría de los países de nuestro entorno. El Totalitarismo Invertido “es fomentado por unos medios de comunicación cada vez más concentrados y aduladores, por una máquina de propaganda institucionalizada a través de grupos de reflexión y fundaciones conservadoras generosamente financiadas, …”.
La antidemocracia, y el dominio de la élite son elementos básicos del Totalitarismo Invertido. Se alienta a los ciudadanos a desconfiar de su gobierno y de los políticos; a concentrarse en sus propios intereses; a quejarse de los impuestos; a cambiar el compromiso activo por gratificaciones simbólicas de patriotismo. Sobre todo, se promueve la despolitización envolviendo a la sociedad en una atmósfera de temor colectivo y de impotencia individual: miedo a la pérdida de puestos de trabajo, incertidumbre en la jubilación, gastos en educación y sanidad en ascenso. Para ello hay que crear un ambiente como el que vivimos en el debate entre Pedro Sánchez y Alberto Nuñez Feijóo. Un auténtico guirigay, un despropósito.
El totalitarismo invertido se guía por intereses de clase. Explota a los pobres, reduciendo o debilitando los programas de salud y los servicios sociales, reglamentando la educación masiva para una fuerza de trabajo insegura, amenazada por la importación de trabajadores de bajos salarios. El resultado es que la ciudadanía, o lo que queda de ella, se sumerge en medio de un perpetuo estado de preocupación. Entonces, tristemente, Hobbes vence a Rousseau: cuando los ciudadanos se sienten inseguros y al mismo tiempo impulsados por aspiraciones competitivas, anhelan estabilidad política más que compromiso cívico; protección más que participación política.
Por eso, hoy más que nunca debemos exigir medios de comunicación no financiados por intereses espurios, es decir, por corporaciones cuyos intereses entran en colisión con la ciudadanía, con su bienestar. Para ello, sin duda, hay que revertir la actual situación de control indirecto de la sociedad por parte de determinadas corporaciones que financian a esos medios de comunicación. No se engañen, toda la pasta destinada a ello les es, ha sido, y será, si nadie lo impide, muy rentable en términos de legislación, de control democrático, y de acumulación de poder de mercado.