Cada 6 de diciembre, día festivo y prenavideño, toda la familia nos sentamos en el salón y cumplimos el ritual de estas fechas: mis hijas hojean el catálogo de juguetes para Reyes, y mi mujer y yo hojeamos un ejemplar de la Constitución.
“¡Me lo pido!”, dice la pequeña al ver un dinosaurio robot. “¡Me lo pido!”, dice mi mujer ante el artículo 31, ese que establece un sistema tributario justo. “¡Me lo pido!”, la mediana señala un juego de mesa. “¡Me lo pido!”, me emociono yo al leer otra vez el artículo 33 que habla de la “función social” de la propiedad privada. “¡Me lo pido!”, ahora es la mayor la que ha encontrado un funko de su serie favorita. “¡Me lo pido!”, señala mi mujer el artículo 40, que habla de progreso social, pleno empleo y distribución equitativa de la renta regional y personal.
Así se nos va la tarde, ellas marcando cada vez más juguetes, y nosotros clavando la uña del melopido en otros artículos: el 47 sobre el derecho a una vivienda digna y adecuada, el 128 que subordina “toda la riqueza del país” al interés general, el que garantiza la salud pública, el de conservar el medio ambiente… Me lo pido, me lo pido, ¡me lo pido! Este año nos hemos pedido hasta el 122.3, el que fija la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Por pedir, que no quede, que a ilusión no nos gana nadie.
Luego llegarán los reyes, y mis hijas se conformarán con lo que encuentren junto a los zapatos, olvidadas de todo lo que habían subrayado en el catálogo. Y quedará atrás el día de la Constitución, y los ciudadanos de izquierda nos olvidaremos de todos esos artículos bonitos e inofensivos, esa calderilla ilusionante que los padres de la cosa nos dejaron en el texto, entre artículos menos coloridos pero más sólidos, y sobre todo más cumplidos.
Es la melancolía progresista de cada 6 de diciembre, cuando los políticos de izquierda, junto a sindicalistas, ecologistas, activistas de la vivienda y de otras causas, y con ellos muchos ciudadanos, nos lo pasamos recordando los artículos que no se cumplen. Es conmovedor vernos tuitear articulitos tan llenos de justicia social. Cualquier cosa para quitarnos la desazón de comprobar, un año más, que no solo son papel mojado, material de relleno con el que engordaron la Constitución para hacerla más aceptable a la mayoría social de su tiempo; sino que además el texto lleva 44 años intacto, imposible de reformar -bueno, salvo un articulito 135 en un verano loco-, y convertido en la pared contra la que se estrellan numerosas políticas progresistas por la vía del recurso al Tribunal Constitucional.
Normal que los conservadores se resistan a su renovación: ellos no necesitan un melopido de artículos, pues se piden el tribunal que interpreta la Constitución, que es como hacerte un catálogo de juguetes a tu medida y pedírtelo entero. El historial de normas tumbadas por el Constitucional es largo, así como el de políticas controvertidas avaladas por los magistrados: en la última década han dado el visto bueno a unos cuantos melopidos del gobierno Rajoy: la reforma laboral, la ley mordaza, la segregación educativa por sexo o la prisión permanente revisable; mientras a cambio tumbaban los estados de alarma a petición de Vox, y no pocas leyes autonómicas, lo mismo la prohibición de los toros en Cataluña que la del fracking en Cantabria.
“Pedid, pedid, que de ilusión también se vive”, les digo a mis hijas cuando se han pedido ya medio catálogo. “Mira quién fue hablar de ilusión”, me replica la pequeña, que ya le da al sarcasmo.