Una parte de España no quiere recordar. A la otra, ya le es difícil saber lo que pasó. Hemos perdido la memoria, o estamos a punto. Y duele. Por los que se fueron, por los que sufrieron, por los que vivieron casi toda su vida con miedo. A veces tanto, que nunca quisieron entrar en detalles de sucesos que marcaron su biografía.
Y da rabia. No por revanchismo. Sí por justicia. Da mucho coraje que haya que pedir limosna para sacar los cuerpos de las fosas comunes. Que se llene de improperios a los que de vez en cuando demandan que se cumpla la ley y se retiren símbolos o nombres de nuestras calles que alimentan la gloria del horror. O se niegue aún de manera sistemática el acceso a documentos o archivos que ayudarían a comprender y completar la historia reciente de España.
La Guerra Civil y la larga dictadura están aún sin resolver. La Transición hizo su trabajo de puente a la democracia, pero olvidó cerrar esa herida. La llegada de gobiernos progresistas al poder, herederos directos de los hombres y mujeres que perdieron la guerra y sufrieron el exilio y la dictadura, tampoco ayudó. Había otras urgencias o faltó coraje para enfrentar el problema.
Y da envidia ver cómo en otros lugares miran de frente a su terrible pasado, para intentar no repetirlo. Hace unos días en Medellín (Colombia) tuve la fortuna de acercarme al Museo Casa de la Memoria. Un lugar de encuentro, de reflexión, de estudio, de recuerdo, que surge en una ciudad que por años fue la más violenta del mundo. Ahora, después de más de una década de reconstrucción, también han decidido apostar por recordar: “La memoria nos permite reconocernos y encontrar los caminos para sanar las heridas”. Medellín hoy no es perfecta, sigue habiendo problemas, pero sí es lo más parecido a un milagro que se estudia y copia en ciudades de todo el mundo que sufren por la violencia.
Y no se nos puede olvidar. Aquí hubo un golpe de estado, una guerra y una larga dictadura. Franco fusiló hasta el último aliento de su vida. Con saña y tras juicios sumarísimos que en nada se parecen a lo que entendemos por justicia. Lo cuenta muy bien Carlos Fonseca en su estremecedor libro “Mañana cuando me maten”. En el que también se percibe lo duro que es recordar en España.
Pero los símbolos del horror permanecen. La ley de la Memoria Histórica, impulsada por Zapatero, ha sido laminada por la derecha. El PP nos enseña en este tema siempre su cara más siniestra, la que le emparenta tantos años después con la reacción y el fascismo. Así vemos cómo se retiran de los currículos escolares asignaturas que ayudan comprender lo que es ser ciudadano con derechos y autonomía de pensamiento y se incluyen de nuevo las clases de religión. La Iglesia española, una de las más retrógradas del mundo (cómplice bajo palio del dictador), impone de nuevo su influencia.
No sé si sería conveniente una comisión de la verdad, como pedía hace unos días Manuel de la Rocha Rubí, diputado del PSOE, para reconocer a las víctimas y esclarecer los hechos. O que alguna autonomía imitara la iniciativa del Gobierno andaluz con su proyecto de ley de la Memoria Democrática. O que por fin se plantee qué hacer con el Valle de los Caídos o el horroroso Arco de la Victoria, que preside una de las principales entradas a Madrid. De lo que sí estoy seguro es de que olvidar no soluciona, y menos cuando el olvido es obligado.
En mi recuerdo siempre estará presente la muerte de mi abuelo. Mi padre, quizá por temor o porque nunca fue capaz de resistir el dolor y la emoción de la pérdida, apenas nos habló de aquello. Afortunadamente, la memoria de una de sus hermanas más jóvenes nos ha dejado este relato:
“Mandó mi padre edificar un refugio en el jardín de la casa donde vivíamos, c/ Santísima Trinidad, en Villalba. Cada vez que se oía la aviación nosotros y los vecinos corríamos al refugio, nunca pensó mi madre que aquello fuera el principio de una gran catástrofe.
El día 20 de enero de 1937, eran las dos de la tarde de un miércoles frío pero muy claro, estábamos comiendo y apenas terminamos el postre, cuando mi padre escuchó un rumor continuo, enseguida dijo: “es la aviación, todos al refugio”. Salimos corriendo unos, y otros en brazos; apenas nos dio tiempo de acomodarnos en la cueva. Las mujeres y los niños pequeños al fondo, hombres y muchachos se quedaban a la entrada. Hipolitín quedó a la entrada con el padre, comiéndose una naranja del postre.
Ya los cazas iban de pasada cuando unos milicianos llegaron corriendo y en ese momento soltaron tres bombas. El refugio cedió de la puerta al centro y los aviones siguieron. Dicen que iban a bombardear Madrid, eran cazas, creo que alemanes, no lo sé fijo. De momento todo quedó en silencio, pero de pronto por uno de los boquetes de las bombas salió mi madre como una leona que defiende su camada, entraba y salía varias veces y cada vez dejaba en el suelo un pequeño cuerpo inanimado. Llenos de humo dejó cuatro y volvió a por el que le faltaba, lo encontró sin vida, deshechito y junto a él, el cuerpo de su marido, nuestro padre, también muerto.“