Y mentira también la muerte

11 de abril de 2023 22:34 h

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He hablado mucho esta semana con mi amiga Margot sobre la muerte. Lo que nos preocupaba era el peligro de sus elaboraciones narrativas: ella me decía que nadie se atreve a decirte que a veces las cosas se acaban y punto, y no hay más; es un drama, es una tragedia, pero nunca tiene sentido: la gente se muere o no nace y ya está. Nadie nos enseña a lidiar con el trabajo ni con la muerte. Dos de las últimas grandes sacudidas de nuestra cultura popular son, en el fondo, relatos o narraciones sobre la muerte, aunque se disfracen de historias sobre la vida: el estrambótico alquiler de vientres de Ana Obregón y la tragedia vivida por Georgina en la segunda temporada de su reality.

Irene Zugasti escribía hace poco, en El Salto, un artículo muy bello e interesante sobre estos mismos temas: decía que “no todas las personas podemos construir panteones, montar fundaciones millonarias, robar bebés a mujeres pobres, publicar libros para honrar a quien perdemos; mucho menos hacer ingeniería judicial y genética, ni poner las vidas de personas y personitas vulnerables al servicio de nuestras voluntades y de nuestras frustraciones”. Todo esto es cierto, claro. La intersección entre la clase y la gestión del duelo es evidente. Pero temo que, al apostarlo todo a la clase, estemos interponiendo un falso abismo entre nosotros —los desposeídos— y quienes cuentan con todos los medios posibles para llamar mentira a la muerte; como si nos creyéramos moralmente mejores o fuéramos incapaces de imaginarnos removiendo cielo y tierra con tal de no hacernos cargo de nuestros duelos imposibles.

Lejísimos estoy de quienes dicen que en el duelo de una madre no hay que meterse. Estoy con quienes se sobresaltan ante las noticias del Hola y ven en el delirio que genera una hija-nieta algo completamente escalofriante. El problema no es la falta de comprensión, sino que no haya nadie que le pare los pies a ese delirio. Examinemos estas dos negaciones de la muerte. En el caso de Ana Obregón, fallece su hijo y ella se erige en cumplidora de su última voluntad, invirtiendo su dinero en poblar este mundo con la estirpe de un muerto. En el caso de Georgina, cuando uno de sus mellizos nace muerto, la vida se llena de símbolos y significado, todo queda sobredeterminado. ¿Qué les dice a sus hijos? “Cada vez que veáis arriba, siempre, pensad en él”: porque nos ha elegido, es nuestro maestro, y con su muerte ha venido a enseñarnos, tal y como ha decidido permanecer un poco más en la barriga. El niño muerto se transforma en estructura narrativa: ahora dará sentido a todo, explicará cada una de las cosas buenas, convivirá en otro plano con los mortales, porque él no quería andar, quería volar. Hay una desesperación desmesurada en buscar un sentido y una verdad en las cosas que no lo tienen y no pueden tenerlo.

Lo que cambia son los medios que ponemos a nuestra disposición para negar la muerte, igual que no aceptamos del todo —también me enseñó esto Margot— nuestra capacidad para cercenar la vida. Hay quienes pueden negar la muerte a través de cientos de miles de euros y generando unos cuantos dilemas de bioética; luego quedamos quienes, para decir que no, sólo tenemos las palabras. Leía estos días Lo raro es vivir, de Carmen Martín Gaite. En una escena en mitad de la novela, la protagonista se encuentra con un amante del pasado haciendo de mimo en la calle; él no puede salir de su papel, mostrar que la reconoce, y entonces el delirio se dispara. Se pregunta si es él o es otro. “Si es él y no me conoce y no me mira”, piensa ella, “también habré soñado que tuve una madre, que aprendí ruso, que estudié Historia del Arte y compuse canciones de entrerrock; será como si una esponja empapada en vinagre borrara sobre la pizarra de mi pasado toda huella de tiza, cualquier alusión al crecimiento y al enlace de unos episodios con otros, se convertirá en humo la esperanza, en mentira el desengaño y en cifra equivocada la osadía, aquellas ganas de jugar a lo que saliera, de seguir apostando siempre por lo no conocido, y mentira mi cuerpo y el suyo, mi palabra y la suya. Y mentira también la muerte”.

Cuando se rompe la realidad, cuando el mundo se quiebra: entonces el duelo por algo o alguien que ya no está, algo o alguien que estructuraba nuestro mundo y le daba sentido, pone en cuestión sus mismos cimientos. Y entonces ya no hay palabras, porque el mundo colapsa: queda lo que no se puede decir. Hace unos días se publicaba una revista a la cual Ana Obregón había otorgado una entrevista, escasas semanas antes de anunciar, simulacro incluido, el nacimiento por vientre de alquiler de su nieta. No decía nada de ello en la entrevista. Callaba. Hoy, abrir la revista es asomarse a otro mundo, a una gestión del duelo en la que no está presente lo inconcebible. Porque, para cualquiera, descubrir lo que ya no está sería como dejar de existir nosotros mismos; como describe Carmen Martín Gaite en el caso del amor, y como es también en el caso del duelo, se volverían mentira los cuerpos, las palabras y hasta la muerte. Alguien tendría que devolvernos a la realidad, la misma realidad de la cual carecen Georgina y Ana Obregón, rodeados de cómplices de la negación, colaboradores que sostienen sus mismas ficciones. No sólo son tragedias las de sus hijos o sus dilemas bioéticos: gritos de auxilio también son los suyos y en tragedias andantes también se han convertido ellas.