Dos figuras del Nuevo Testamento nos ayudan a comprender los problemas que degradan la vida universitaria, y por tanto, lastran sus aportaciones, como son la formación para el mercado de trabajo, la preservación del humanismo y la producción de conocimiento científico. Si el Nuevo Testamento está lleno de amor, en una ocasión encontramos a Jesús realmente enfadado: cuando echa del templo a los mercaderes. Los mercaderes están hoy en el “templo del saber”, de distintas formas. Las más evidentes: bancos que prestan sus servicios en dependencias de universidades públicas, contribuyendo así a mejorar su imagen corporativa. De formas menos evidentes, con fundaciones empresariales, que elaboran informes con la intención de generar opinión sobre cómo debe ser la universidad, básicamente más orientada por las necesidades a corto plazo de los empresarios y con matrículas más caras. O como cada vez se valora más en el currículum del profesorado el dinero de proyectos de investigación que puede traer a la universidad, al tiempo que no se tiene en consideración el tiempo dedicado a colaborar con movimientos sociales o asociaciones de forma altruista. Esto produce un claro sesgo, pues lleva a que solo quienes tengan dinero sean capaces de decidir lo que se investiga y lo que no.
El otro problema que ya señaló Jesús en su tiempo son los fariseos, preocupados por los rituales religiosos, pero apartados de los fines que busca la religión. La actitud farisea está tanto en la docencia como en la carrera profesional del profesorado. En la docencia, con una presión cada vez mayor para descomponer el conocimiento en unas frases que quepan en un “power point”, por limitar la evaluación a actividades fáciles de calificar, como los test, y así gestionar la cantidad absurda de estudiantes que cada profesor debe evaluar de forma continua y que se pueda corregir sin discusión. Esto se hace a costa de trabajos de tipo más ensayísticos, que fomentan el pensamiento crítico y creativo, pero cuya evaluación es más difícil de objetivar en reglas sencillas. Así, la evaluación puede ser continua y masiva, a costa de devaluar lo que se examina.
Por otro lado, la carrera profesional del profesorado ha caído bajo el mandato de publica o muere. El Estado ha abdicado de evaluar la calidad de la investigación, dejando en manos privadas esta tarea, de la misma forma que sucedió con la evaluación de las emisiones de deuda, que se dejó en manos del oligopolio de Standars & Poors, Fitch y Moody’s. Ahora se deja en manos de unas pocas editoriales que evalúen la calidad científica de la investigación. Este oligopolio privado de calificación científica (mayoritariamente pública), al igual que crediticio, crea una burbuja especulativa sin control. Por lo menos en las crediticias se tuvieron que enfrentar a su fracaso debido a que no evaluaron bien las hipotecas subprime.
Pero en el caso de la investigación no hay un principio de realidad tan contundente. Por un lado, hay una corrupción intrínseca del sistema, pues estas editoriales aumentan el precio de las revistas muy por encima de su coste de producción, debido a que la demanda es muy inelástica. No solo por la necesidad de consultar sus artículos, sino porque además hay que publicar en ellas para progresar profesionalmente. El negocio es redondo, pues cuando la revista publica gratuitamente, son los investigadores los que pagan, aumentando así las diferencias entre los equipos que cuentan con recursos y los que no (aunque también hay revistas en las que se paga tanto por publicar como por consultar sus textos).
Pero el sistema lleva también a una corrupción más sutil, pues la investigación ya no es algo que se organiza de forma libre a partir de la inquietud por conocer, sino de forma estratégica, pensando en qué es lo más fácil de publicar, lo que está más de moda, seguir con la ortodoxia, tanto en cuanto a temas como en cuanto a orientaciones teóricas. Y todo esto sin entrar en que la presión competitiva lleva aparejado el aumento de la mala praxis.
Para escapar de mercaderes y fariseos debemos recuperar al Espíritu Santo, siguiendo las enseñanzas de Jesús. En este contexto esto quiere decir que el Estado puede tomar medidas para que el mercado esté menos presente en la definición de qué es la ciencia y qué es la universidad, y que los controles tienen que ser menos procedimentales y con más respeto por la autonomía docente e investigadora.