Ni el metro tiene boca ni las páginas tienen pies. Y, sin embargo, hablamos de la boca del metro y de pies de página. Son las metáforas: el mecanismo lingüístico por el que nos referimos a algo utilizando palabras que, en principio, usamos para denominar a otro objeto simplemente porque creemos ver entre ellos una cierta semejanza o paralelismo. Las aberturas en la acera para bajar al metro nos recuerdan a una boca y la parte inferior de una página está abajo, como los pies.
Cuando nos hablan de metáforas solemos pensar en poetas y figuras literarias, pero lo cierto es que nuestro día a día está cuajado de usos metafóricos. De hecho, la metáfora es uno de los mecanismos más prolíficos de producción de nuevos significados, tanto para denominar objetos tangibles como para hablar de conceptos abstractos: los relojes tienen manecillas, las revoluciones estallan, la ciencia avanza y el tiempo vuela.
El pasado 19 de octubre se celebró el día mundial contra el cáncer de mama, y, a raíz de la conmemoración, fueron varias las voces críticas que se alzaron pidiendo abandonar de una vez la tan manida expresión de referirse al cáncer como si se tratase de una lucha:
El problema de hablar del cáncer en términos de lucha es, fundamentalmente, un problema de metáforas. Porque la metáfora de la batalla para hablar del cáncer (o de enfermedades graves y largas en general) no afecta solo a una palabra en concreto, sino que se extiende a todas las expresiones que se usan para referirse a la enfermedad: se lucha contra el cáncer, se gana la batalla contra la enfermedad, los pacientes son luchadores, son valientes, no se rinden. La metáfora bélica es ubicua e impregna todo el discurso en torno a la enfermedad.
Y es que el extraño poder de contagiarlo todo es una de las características de las metáforas. Los usos metáforicos no son elementos inconexos que van flotando por la lengua a la deriva: al contrario, las metáforas que se usan en una lengua para abordar un mismo tema tienden a ser coherentes entre sí y a conformar archipiélagos de significado que nos permiten atisbar cómo una comunidad de hablantes entiende el mundo. En español, por ejemplo, nos referimos al tiempo en términos muy parecidos a las palabras con las que nos referimos al dinero: el tiempo lo perdemos, lo malgastamos, lo desperdiciamos, lo ahorramos, lo invertimos. El tiempo es oro, o al menos se comporta como él en términos de combinatoria lingüística.
Paradójicamente, las palabras que utilizamos para hablar de dinero conforman a su vez otro florido ramillete de metáforas que nos sugiere que, de alguna manera, entendemos el dinero como algo líquido: decimos que el dinero fluye, que las familias no tienen liquidez, que hay que inyectar capital, que los salarios se congelan, que los bancos cierran el grifo, que las empresas se hunden, que la economía se estanca. Metáforas todas ellas que apuntan en la misma dirección: el dinero es agua.
Cuando una metáfora se ha apropiado de un tema, es difícil que lo deje ir y suele condicionar las futuras metáforas que surgen en torno a ese dominio. En los últimos años, hemos visto surgir una aún incipiente pero prometedora constelación de usos metafóricos constituida por las palabras que usamos para referirnos a internet: hablamos de internet como si estuviera físicamente arriba, y por eso subimos fotos a internet, nos bajamos música y guardamos nuestros archivos en la nube. Lo esperable es que las futuras metáforas sobre internet sigan esta senda y mantengan la idea de que internet es algo tangible que está encima de nuestras cabezas.
La belleza de las metáforas reside en que a través de ellas podemos observar cómo aflora la conceptualización que hacen del mundo los hablantes de una lengua. Pero las metáforas entrañan también un peligro: el de que nos atrapen, hasta tal punto que nos quedemos encadenados a la metáfora hasta que ya ni siquiera sepamos pensar fuera de ellas. Y esa es exactamente la crítica de quienes reclaman otras formas de hablar del cáncer más allá de la narrativa única que representa la enfermedad como si fuese una batalla. Hablar de la enfermedad en términos bélicos desencadena unas consecuencias semánticas sutiles pero poderosas: si el cáncer se vence, si los pacientes luchan, si hay una batalla que librar, si, en definitiva, el cáncer es una guerra, entonces envuelta en la metáfora se nos está colando subliminalmente la noción de que la muerte o la convalecencia son formas de fallar, de rendirse, de perder. De fracasar, al fin y al cabo.
Y es que creemos que somos amos y señores de nuestras metáforas. Pero, en realidad, son ellas quienes nos esclavizan a nosotros.