El acto reflejo te lleva a apartar la vista. Mirar para otro lado. La imagen es insoportable. Un niño muerto bocabajo con la cara hundida en la arena al borde de la orilla donde las olas lo han dejado casi se diría que con delicadeza. Como si después de ahogar con violencia su cuerpo diminuto, hubiera sentido una repentina piedad que trata de enmendar lo irreversible. Así es esta Europa de los mandamases que, después de dejarlos morir, de empujarlos a la tumba del mar, dicen conmoverse ante su imagen pero no mueven un dedo más que para decir no, a mí no me los mandes. Parece que están esperando a que el agua se los trague para no tener ni que enterrarlos.
El mar, es cierto, se los come pero, de cuando en cuando, vomita algún cadáver para dejar huella de su naufragio que es el nuestro. El mar que esconde las miserias europeas bajo su alfombra de agua, a veces también nos las escupe a la cara. Cuando el cuerpo sin vida de un niño de tres años aparece abandonado como un trapo en una orilla de Turquía porque Europa se amuralla y atrinchera para que las víctimas de las guerras y el hambre no puedan pasar, también hemos naufragado nosotros como sociedad.
Y cuando pastorean a los refugiados como a ganado, los marcan como reses, como los nazis hicieron con los judíos, hacinados en trenes y estaciones como los deportados, rodeados de alambradas como prisioneros de un campo de concentración, no puedo dejar de pensar que también nosotros estamos encerrados en esta Europa cercada por cuchillas en la que somos rehenes de guardianes sin alma ni humanidad. Somos rehenes de una historia que repetimos como si no hubiéramos aprendido nada después de todo.
Menos mal que aún quedan ciudadanos y ciudades dispuestos a comprometerse. Que aún quedan personas. Que aún hay seres humanos que se apiadan de otros seres humanos y se lanzan a la calle a levantar la bota que pisa la cabeza de los refugiados y les dan calor, comida, una mirada, una palabra, un refugio, bondad. La que le falta a esos autómatas al mando, como Rajoy, que echan cuentas con una sola mano cuando se rifan los lotes de asilados -cuotas los llaman- como si fueran cartones del bingo. Es fácil jugar a la lotería con las vidas ajenas cuando no las ves.
Pero ahora las han visto. Las han visto morir. Las han tenido que ver en la imagen de Aylan, ese niño que parecía un muñeco de tela con el que juegan los niños, como si unos niños se lo hubieran dejado olvidado en playa después de jugar con él. Han tenido que ver ese cuerpo tan pequeño, con esos zapatos en miniatura, desmoronado en la orilla, con los brazos rendidos a los costados, como una mariposa con las alas mojadas. Han tenido que ver su ropa y su pelo encharcados por la lengua de las olas que aún se lo querían llevar y han tenido que ver su rostro enterrado en la arena como si no quisiera ni pudiera ver más.
Nosotros sí. Nosotros debemos ver esa imagen y las imágenes de otros niños y adultos, desesperados y exhaustos, que se agolpan en las estaciones, los trenes y frente a las alambradas. Tenemos que ver imágenes por todas las que no vemos de ahogados en pateras, de muertos en el camino, de asesinados en la guerra. Tenemos que mirar y evitar que aparten la vista quienes toman las decisiones por nosotros. Europa no puede seguir apartando la vista de conflictos, como el de Siria, en el que tiene responsabilidad. No puede seguir dejando para dentro de dos semanas la primera reunión urgente sobre esta crisis.
No puede seguir mirando a otro lado cuando miles se ahogan aunque no los veamos y cuando se apelotonan en las fronteras porque por detrás les fusilan. Europa es responsable, tiene capacidad y no tiene más remedio que actuar. No podemos dejar que entierre su rostro en la arena.