“Despertar, tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, cena, sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado al mismo ritmo”. Esto escribía Albert Camus en su ensayo El mito de Sísifo. El sinsentido de la jornada laboral y la repetición rutinaria han sido temas frecuentados por pensadores de todos los tiempos. Y sí, también por el ciudadano de a pie que, cada año al comienzo de la temporada de verano, se libera del peso de la rutina o al menos lo cuestiona. Es al rechazo de esa vida maquinal a lo que nos referimos con el verbo más utilizado en esta época: desconectar.
Pero desconectar supone interrumpir una relación, cortar con algo, terminar, irse, y puede suceder que precisamente ese acto de escapar de la propia vida ocasione una fuente de infelicidad mayor, en el sentido de que poner siempre la felicidad en otra parte nos condena al lado oscuro. Las expectativas puestas en el verano, en Navidad, en el puente de la fiesta de turno: la zanahoria invariablemente a unos metros de quien se va arrastrando por la vida con la lengua fuera. El verano tiene un paisaje espiritual propio, enmarcado entre dos emociones extremas: la expectación nerviosa del comienzo y la desolación angustiante del final. Las vacaciones se encajan entre esos dos polos sentimentales: ansias y lloros.
El absurdo no tiene por qué tener el tamaño del universo; puede ser también un absurdo de andar por casa, un absurdo doméstico. La cuestión no tiene por qué ser si la vida con mayúsculas tiene sentido sino si tiene sentido el paso detrás del otro que damos cada día. Con su “Dormir, despertar; dormir, despertar... ¡Una vida miserable!” Kafka atendía a ambos niveles. Del mismo modo podríamos decir “trabajo, vacaciones; trabajo, vacaciones”, y de este modo incluso esa desconexión vacacional constituiría un tramo de la conexión habitual.
Parece mentira que en el supuesto mundo de libertades en que vivimos haya una única oferta, una única opción A/ B, conectar/ desconectar. Es como si en el mercado dispusiéramos de cientos de marcas pero de un solo producto. La radio apagada o encendida, pero un solo canal. Habría que sintonizar otras frecuencias. Mirar las estrellas, respirar aire limpio, pasear entre árboles, repartir el trabajo, mayor tiempo libre, son cosas que podrían formar parte de la vida diaria y no sólo de momentos puntuales distribuidos como oasis en el desierto del año. Algo así no se restringe tan solo a un asunto individual sino que involucra a toda la sociedad: son necesarias otras alternativas, otros horizontes más allá de aumentar la producción de objetos de consumo.
Tras la muerte de su mejor amigo, Eugenia Kuyda, una joven investigadora de nuevas tecnologías, decidió crear un chatbot que, basándose en todos los mensajes de texto que ambos habían cruzado, fuera capaz de mantener una conversación, de razonar y bromear como si fuera él. Así lo hizo y, al parecer, una de las primeras frases del amigo “resucitado” fue: “Tienes en tus manos uno de los rompecabezas más interesantes del mundo: resuélvelo”.
Cuando leí la noticia pensé que sería magnífico hacer algo así con ciertos personajes del pasado. Traer a Camus, a Kafka a nuestros días para contarles los conflictos del siglo XXI. De repente me di cuenta de que, de hecho, algo así ya lo tenemos, ¿no es eso leer un libro? En El mito de Sísifo Camus habla precisamente de la desconexión más radical, el suicidio. Desde 2007 el suicidio es la principal causa de muerte no natural, y duplica en número a las provocadas por los accidentes de tráfico. Mientras “converso” con Camus frente a una cerveza bajo el sol del verano, voy dándome cuenta de que no se trata de desconectar, sino de sintonizar tu vida en una frecuencia más amable.