Aunque hayamos organizado y planificado nuestros días con técnicas y horarios, hay veces que la naturaleza, con un empujón, te devuelve a lo primario, lo primitivo, donde somos solo una especie que habita la Tierra. Así, en Islandia la vida se para por la lluvia inmisericorde de fuego y solo cabe esperar. Ni los radares, ni la ciencia, ni el dinero podrán ayudar a cerrar en el volcán la grieta ancestral por la que sale material acumulado por siglos en el estómago de la Tierra. Miles de personas se han ido de sus casas, han cerrado carreteras y colegios. Nadie podrá decir por cuánto tiempo ni cómo remediarlo. Aunque no estemos acostumbrados, hay un evento natural superior que da al traste con nuestras ideas y cábalas.
De la misma manera y sin que podamos controlarlo, cuando morimos o se nos mueren, hay una necesidad imperiosa, que sale del estómago, recorre el esófago y sale por la grieta de la boca, de gritar o llorar, de abrazar fuerte, a ver si así se parase el mundo. El siguiente paso es la necesidad de enterrar o incinerar, para poder ir a algún sitio a imaginar la vida antes, para poder mirar una vasija con lo que ha quedado. Para proteger de la nada a esa persona y colocarla, aunque sea de manera alegórica, en algún sitio.
La ideologización de casi todo ha impedido durante demasiado tiempo que miles de españoles puedan hacer eso que ya hacían los neandertales, que es un mandato anterior a nosotros y que legaremos a quienes nos sucedan: el ritual simbólico de despedir un cuerpo, unos huesos, por pocos que sean. Siempre me ha resultado sorprendente que no se haya invertido más y antes en sacar de las fosas a todos los muertos de la guerra y la represión, a cualquiera que lo busque y lo desee, por simple humanidad y alivio, sea del bando que sea. Dejar que hijos, nietas, primas o hermanos cierren el círculo, como venimos haciendo hace más de 40.000 años, desde que el ser humano tiene capacidad de abstracción y simbólica.
Lo que se hizo en el Valle de Cuelgamuros fue una aberración con una dosis de crueldad: enterrar con nombre y honores a los que lucharon con Franco y a escondidas y anónimamente a centenares de republicanos que acabaron allí, llevados a paladas desde sus pueblos o fosas comunes sin consentimiento. Desde 2016, hay un tira y afloja judicial a costa de los muertos para que no continúen los trabajos de filiación de una empresa que es de por sí ya titánica: el estado deplorable de las fosas por la humedad, cajas deshechas, registros poco precisos y familiares que empiezan a desistir o se mueren antes de que les den a los suyos. Es como morirse por lo civil también, como matar varias veces al muerto.
El último recurso de medidas cautelarísimas, presentado por la asociación ultracatólica Abogados Cristianos por posible “profanación”, ha puesto un palo más en una rueda que no anda desde hace décadas por falta de voluntad real y consenso político –Rajoy, por ejemplo, destinó cero euros a memoria histórica durante su mandato en los Presupuestos Generales del Estado–. Podemos hablar de modelos, de memoria, de bandos, de franquismo o de lo divino, pero antes de eso habrá que cumplir con el mandato humano, neandertal, básico, de poder sacar y devolver a sus familias a los muertos.