Usar el móvil

1 de mayo de 2023 21:56 h

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Todo el mundo sabe que los seres humanos somos una especie social, que necesitamos relacionarnos entre nosotros, trabajar juntos, divertirnos juntos, reírnos, pelearnos, comunicarnos, jugar, contarnos verdades y mentiras, compartir ficciones, animarnos unos a otros a probar nuevos caminos... Eso es lo que nos mantiene mentalmente sanos y nos ayuda a situarnos en el mundo. En esa interacción social, que va desde la guardería al geriátrico, necesitamos, además de comunicación y proyectos comunes, recibir aprobación, valoraciones positivas de los otros seres humanos que nos rodean, tanto en forma de sonrisas como de palabras, palmadas en la espalda, caricias, medallas, títulos, nombramientos, condecoraciones... cualquier cosa que deje claro que existimos, que nos ven y nos reconocen, que somos apreciados en nuestra comunidad.

Tradicionalmente, cada uno aportaba lo que podía, lo que tenía, lo que mejor sabía hacer: los guerreros luchaban para defender a la tribu y, cuando volvían victoriosos, se les aclamaba y se les coronaba de flores o laureles; los cazadores hacían grandes sacrificios para traer a casa suficiente comida para todo el grupo y, al llegar con el animal abatido, se les aplaudía y les correspondían los mejores bocados. Había quien era especialmente buena arreglando huesos rotos, o curtiendo las pieles que luego abrigarían a los más débiles durante el invierno, o secando y conservando los alimentos que tendrían que durar muchos meses. Cada uno aportaba sus habilidades y, a cambio, recibía respeto, aprobación, agradecimiento. Cada uno tenía su lugar en la tribu y era necesario el esfuerzo de todos para poder sobrevivir.

Hemos llegado al siglo XXI y, aunque seguimos siendo seres humanos con las mismas necesidades sociales que hace miles de años, hemos creado un mundo en el que la mayor parte de nosotros ya no sabe cuál es su lugar. La tribu desapareció hace mucho. Las grandes familias llevan el mismo camino. Ahora estamos sumidos en una especie de sopa general, viviendo con frecuencia en enormes ciudades donde ya nadie conoce a nadie, y nadie es apreciado por la gente que le rodea, gente que ignora qué es lo que cada uno sabe hacer mejor. Hemos perdido muchas cosas que eran buenas para nuestro desarrollo como especie y las hemos sustituido por otras que nos están destruyendo. Sin embargo, las necesidades no han cambiado y, como vivimos en un capitalismo feroz, alguien ha tenido la grandiosa idea de vendernos eso que tanto necesitamos.

Sí, me estoy refiriendo a las redes sociales, ese sucedáneo de relación social que nos permite creer que nos reconocen, que existimos, que nos conceden la aprobación que tanto deseamos. Alguien –¿para qué nombrarlo, si todos sabemos a quiénes me refiero?– se dio cuenta de que creando la posibilidad de recibir “likes” y corazones en Twitter, Instagram, TikTok, etc., los y las usuarias se iban enganchando cada vez más a las redes. Porque cada “me gusta” desencadena, al parecer, una pequeña descarga de dopamina a la que muy pronto nos hacemos adictos y sin la que no podemos pasar.

En otras épocas, eso podía obtenerse de los saludos y las sonrisas de las personas con las que uno se cruzaba por la calle cuando salía a hacer los recados o a comprar al mercado. De hecho sigue siendo así en los pueblos y en las ciudades más pequeñas. Ahora tenemos el mundo organizado de manera que cuando vamos a nuestro trabajo en un transporte público, tenemos los oídos colonizados por músicas y voces incorpóreas que nos aíslan del mundo que nos rodea y de sus habitantes. No hace mucho, en París, me decían que la mayor parte de usuarios del metro a las horas punta se reconocen porque se ven todos los días a la misma hora, pero a nadie se le pasaría por la cabeza saludar ni, mucho menos, entablar una conversación. Todo el mundo va agarrado a su móvil y pone todo de su parte para interactuar con gente que no está físicamente allí y que, en la mayor parte de los casos, son desconocidos. ¿Por qué lo hacen? Porque ahí, en ese mundo virtual, obtienen aprobación, confirmación de sus creencias y opiniones, la sensación de que pertenecen a una comunidad que piensa más o menos lo mismo, se ríe de las mismas cosas y se indigna por lo mismo también. Pertenencia y aprobación, descarga de dopamina que te hace sentirte bien durante unos segundos y enseguida te deja con la necesidad de que se repita. 

Sabemos que es una adicción que está volviéndose cada vez más peligrosa, sobre todo para las generaciones jóvenes. Sabemos que esa adicción está provocando un síndrome de falta de atención que hace que no seamos capaces de concentrarnos más de tres minutos seguidos, cuando hace quince años se hablaba de diez minutos. En nada de tiempo ya hemos bajado siete. Sabemos eso y muchas cosas más porque vivimos en un mundo donde la información es omnipresente y está al alcance de todos. Lo sabemos y, sin embargo, no hacemos nada en contra. Siempre encontramos una justificación para no desprendernos de nuestro móvil o tableta en ninguna circunstancia, para mirar esto o aquello cada tres o cuatro minutos, para comprobar nuestro correo o las reacciones de redes sociales a nuestro último mensaje o fotografía. Cada vez hay más gente que prefiere ver películas en casa porque en el cine no se concentra y, además, no puede mirar el móvil. Cada vez hay más gente que interrumpe la lectura o el trabajo que está haciendo en el instante en que el móvil avisa de un nuevo mensaje. La necesidad de saber quién quiere algo de ti –y la posibilidad de que sea algo que nos dé esa pequeña descarga de dopamina que nos arranque una sonrisa y nos haga sentirnos importantes– es avasalladora y apenas podemos oponernos a ella.

Resulta curioso que esa misma sensación que podríamos obtener gratis saliendo a la calle e interactuando con la gente nos resulte ahora más apetecible con personas lejanas o desconocidas; y mucho más curioso que los y las jóvenes prefieran recibir ese tipo de confirmación y aprobación de sus mismos compañeros de clase a través del móvil y no al natural.

Mientras tanto, estamos haciendo ricos a unos cuantos que se esfuerzan todo lo posible por hacer sus productos cada vez más adictivos y dañinos, que están creando la necesidad de tenernos pegados a esas redes, que nos dan la posibilidad de hacer daño a otras personas a través del acoso o la calumnia sin tener ni siquiera que dar la cara.

Nos dimos cuenta hace unos años de que el tabaco estaba haciendo un terrible daño a la salud y conseguimos frenarlo considerablemente. Estamos empezando a hacer lo mismo con el alcohol. En ambos casos parecía imposible contener algo que formaba parte de nuestra forma de socializar, y sin embargo hemos conseguido que no se fume en lugares públicos y que no pueda venderse alcohol a los menores de edad. ¿Por qué, sabiendo como sabemos, el daño que la adicción al móvil, a las redes sociales y a otras muchas cosas de las que iremos hablando aquí están haciendo a la población, seguimos sin hacer nada en contra? Vamos a acompañar y a recoger a nuestros hijos del colegio, incluso a veces del instituto, porque creemos que así están más seguros y les estamos haciendo un favor, negándoles de ese modo la posibilidad de socializar con sus compañeros, lo que sería mucho mejor para ellos y, sin embargo, les compramos un móvil a edades cada vez más tempranas (en muchos casos para poder controlarlos) sin pensar en el daño que les estamos haciendo, en que no solo su nivel de atención, sino incluso su inteligencia, van bajando con cada hora que lo usan.

Claro que es difícil negarles un móvil cuando todas sus compañeras y compañeros lo tienen, y cuando, además, sus padres se pasan la vida con los ojos y la atención puestos en él. Es especialmente difícil también cuando los niños se han acostumbrado a mirar el móvil desde que tenían siete u ocho meses para que los padres puedan comer tranquilos en un restaurante, pero si queremos recuperar la capacidad de atención –tanto de adolescentes como de adultos–, la concentración y la inteligencia, vamos a tener que pensar en serio en otras alternativas para recibir aprobación y micro momentos de felicidad. Quizá simplemente, volver a interactuar cara a cara, pasear por un bosque con nuestros cinco sentidos, jugar juntos físicamente, sonreírnos más unos a otros, decirnos cosas agradables, reconocer, agradecer y aplaudir lo que otra persona sabe hacer particularmente bien. La técnica puede ser muy útil y solucionarnos muchos problemas, pero también puede embrutecernos, y no es eso lo que queremos para nuestro futuro.