Tenía un nombre prosaico y no se dejaba ver mucho en público. Muy pocos reconocerían su cara y menos aún su nombre, a pesar de su influencia sobre la vida de millones de personas en toda Europa. Karl Albrecht, cofundador de la cadena de supermercados Aldi, falleció la semana pasada en Essen a los 94 años. Su absoluta mediocridad como persona y su indiscutible éxito como empresario –era el hombre más rico de Alemania, según la revista Forbes– lo convirtieron en un ejemplo a seguir en la Alemania merkeliana, donde los multimillonarios son elogiados por no hacer gala de su riqueza, lo cual, se supone, es una muestra de virtud protestante frente a los orgiásticos desenfrenos de oligarcas rusos y jeques árabes. Pero, en el fondo, no es más que una prueba de la profunda hipocresía de la sociedad alemana, pues en el país no hay prohombre que no se rija por el viejo lema de “virtudes públicas, vicios privados”.
“Era un empresario justo [...], un hombre que vivió con convencimiento y en base a sus valores cristianos”, escribió el grupo Aldi Süd en un comunicado de prensa. “Tenía un estilo de vida ascético y comía poco”, loaba un articulista el día del anuncio de su muerte en el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Heinz Deichmann, propietario de una conocida cadena de zapaterías de bajo coste, se unió al coro de plañideras: “Le aprecié mucho como persona. Siempre me impresionaron su modestia y simpatía.”
Lejos queda ya aquella fotografía en blanco y negro de la tienda de ultramarinos donde los Albrecht vendían bananas a 59 marcos en Essen, el corazón de la cuenca del Ruhr, otrora región minera e industrial y durante décadas bastión socialdemócrata. Aquel establecimiento fue el banco de pruebas que permitiría a la familia construir su imperio sobre pirámides de latas de conservas y rollos de papel higiénico.
La fórmula no era precisamente complicada: bajos precios de venta para aumentar y fidelizar a los clientes sin incurrir en grandes costes. Para conseguirlo, se redujo a lo esencial el surtido de productos, recurriendo a los proveedores con precios más bajos. Como inicialmente sólo permitían una marca por producto, se ahorraron incluso las etiquetas con el precio antes de que existiese el código de barras. También eliminaron estanterías, lo que a su vez permitía reducir el personal contratado para reponerlas.
El negocio fue creciendo y en los sesenta cambió su nombre a Aldi –abreviatura de “Albrecht-Diskount”–, y los dos hermanos fundadores, Karl y Theo, como reyes o papas medievales, decidieron dividirse salomónicamente Alemania dibujando sobre el mapa una línea divisoria imaginaria: Aldi Nord fue para Karl, Aldi Süd, para Theo.
El negocio fue tan espléndido que los hermanos Albrecht pudieron llevar sus establecimientos hasta los confines del continente y cruzar los océanos –10.000 locales presentes en 17 países de Europa, América del Norte y Australia–, salpicando la geografía de todo el hemisferio norte de feos cajones grises de material prefabricado y desangelados interiores –que un panegirista alemán ha descrito como “la perfección de la frugalidad y del minimalismo”– e impidiendo la entrada de la estadounidense Walmart en Europa. En 2013, Aldi lideraba el sector con un volumen de ventas de 66.800 millones de euros.
Una gigantesca acumulación de mercancías
Hipermercados como Aldi –como su competidora inmediata, la también alemana Lidl, que le pisa los talones con un volumen de ventas de 48.900 millones de euros– son, como la metáfora marxiana del opio, a un mismo tiempo una necesidad y un problema.
Son una necesidad, porque como otros modelos de negocio low cost que prosperan de unas décadas para acá –desde Ikea hasta las cadenas de comida rápida– permiten al proletariado europeo moderno, con salarios estancados o en caída libre, no sólo adquirir productos a bajo precio, sino mantener en muchos casos la ilusión de un nivel de consumo relativamente alto y constante. Según una encuesta del instituto Forsa de 2002, el 95% de los trabajadores de cuello azul, el 88% de los trabajadores de cuello blanco, el 84% de los funcionarios y el 80% de los trabajadores autónomos compra regularmente en Aldi.
Y son un problema porque quien compra en ellos contribuye a un modelo de negocio que en última instancia va en su detrimento, porque confirma el “éxito” de la política de bajos salarios y aniquila por proceso de selección darwinista al pequeño comercio local, que, además de basarse en la producción de la zona, favorece el contacto social. “Lo que ha de conseguirse”, decía Karl Albrecht, “es convencer a los clientes de que en ningún otro sitio puede comprarse más barato.”
Una empresa de prácticas reprobables
El “empresario justo” y “el hombre que vivió con convencimiento y en base a sus valores cristianos” presidía una compañía en realidad muy poco justa y muy poco fiel a los valores cristianos. En abril del año 2000, Aldi despidió a un encargado de establecimiento en Seaham (Reino Unido) por su condición de seropositivo, alegando que el resto de colegas “no se sentían cómodos estando cerca de él”. El empleado demandó a la empresa, que, para evitar un escándalo, llegó a un acuerdo extrajudicial.
Cuando el Süddeutsche Zeitung publicó en 2004 un artículo denunciando las condiciones de trabajo de la empresa en Alemania y las dificultades de los trabajadores para organizarse sindicalmente (la compañía sigue sin tener hoy comité de empresa), Aldi retiró sus anuncios del periódico, ocasionándole pérdidas de 1,5 millones de euros, una medida que sin duda no pasó desapercibida para el resto de medios de comunicación.
En 2008, Aldi demolió un edificio histórico en Burpham (Reino Unido), después de haberse comprometido públicamente a no hacerlo, hasta que recibió la autorización judicial que permitía el derribo. En 2009, los granjeros alemanes organizaron protestas frente a los establecimientos de la cadena después de que Aldi bajase el precio del litro de leche a los 48 céntimos. En 2010, un grupo de encargados de establecimiento en Estados Unidos demandó a Aldi por negarse a pagar horas extra y obligarles a trabajar como reponedores y cajeros, además de realizar tareas de limpieza (ahorrándose los salarios correspondientes).
En 2013, el semanario Der Spiegel destapó que Aldi Süd espiaba a sus empleados con cámaras de videovigilancia que había instalado sin previo aviso con el fin de controlar su productividad, e incluso que llegó a contratar a un detective para investigar la vida de algunos de sus empleados. En 2014, The Guardian reveló que Aldi es uno de los clientes de Charoen Pokphand Foods, una empresa que utiliza mano de obra esclava en sus barcos pesqueros en Asia.
Éstos no son hechos aislados. Forman parte de una misma cultura empresarial. Gracias a hombres como Karl Albrecht, Alemania pasó a ser un país más gris, más aburrido, más antipático y más triste. Como los Krupp y los Quandt antes que ellos, los Albrecht dieron a luz una nueva Alemania, la misma que está convirtiendo a Europa en un continente más gris, más aburrido, más antipático y más triste.