Una frase categórica y trágica ha venido sellando, desde hace décadas, los matrimonios de millones de hombres y mujeres. “Hasta que la muerte os separe” es una de esas fórmulas que, aunque suene antigua, produce escalofríos al ver las cifras de la violencia machista. Esta expresión, aunque parece utilizarse cada vez menos, no es inocua y es una de las que envenena las raíces de lo que debe ser una relación libre de pareja. La falsa idea de indivisibilidad del matrimonio viene a decir que es la muerte la que pone fin al amor. Mentira. La muerte nunca es el punto de inflexión de una relación. Esta, guste o no, se acaba cuando se termina el amor, cuando la relación no es lo que se espera, cuando el sentimiento estrangula, o, sencillamente, cuando eso no es amor.
La muerte tiene muy poco que decir en cómo finaliza una relación. Más bien, nada que decir. Sin embargo, las mujeres siguen siendo asesinadas por hombres que no aceptan que ellas sean libres de irse o quedarse, de estar o marcharse, de vestir de una forma o de la otra, de tener amigas o amigos, de entrar y salir… Matar como punto y final, como ejercicio supremo de dominación sobre la mujer. Da igual que apenas haya cumplido los 20 años o, como ha sido el caso de la mujer asesinada este martes en Astorga, tenga ya los 60. No es un tema de culturas, es un tema cultural. No es un asunto de edades ni raza ni nacionalidad. Tampoco lo es de clase social. La violencia machista es un tema de adoctrinamiento, de complicidad y de impunidad.
La mayor parte de estas violencias siniestras no serían posibles sin esas ideas patriarcales y tóxicas de lo que es 'el amor’. Ideas que también alcanzan a quienes han de garantizar protección y seguridad a las víctimas. Una obligación sobre la que acaba de pronunciarse el Tribunal Supremo en una histórica sentencia que, a mi juicio, se ha celebrado poco para lo que representa: la victoria de una luchadora resiliente, la exigencia de que los derechos humanos atraviesen las políticas y la transformación de un sistema que debe ser diligente si quiere salvar vidas.
Una sentencia que reconoce que 47 denuncias no fueron suficientes para que Ángela González y su hija de 7 años obtuvieran de los juzgados de Coslada y Navalcarnero, de la Guardia Civil y de los Servicios Sociales de Mejorada del Campo la protección que realmente necesitaban: que las visitas de la pequeña Andrea con su padre F.R.C., de hacerse, tuvieran lugar de forma tutelada y supervisada. Y es que el hombre que había maltratado a Ángela González (durante 20 años), durante un régimen de visitas no supervisado, mató de un disparo a su hija antes de quitarse la vida. Ella, Ángela González, ya lo había advertido y denunciado. A pesar de eso, lo peor ocurrió.
Esto fue hace 15 años y, en este tiempo, ni la gravedad de la situación ni la condena de Naciones Unidas ha servido para que los distintos gobiernos de España (socialistas y populares) hayan investigado y depurado responsabilidades en este caso. Es más, lejos de adoptar medidas para que no se repitiera, la Justicia ha seguido fijando regímenes de visitas sin garantías entre maltratadores y niñas y niños que, si se cumpliese la Ley de 2015 de Infancia y Adolescencia, deberían ser calificados como víctimas de ese hombre. Pero no se hace. A cambio, el Estado, el Gobierno de Rajoy, a través del Abogado de todas las españolas y españoles, decidió impugnar la decisión de la CEDAW que decía que España debía indemnizar a Ángela González.
Desde el 2010 han sido 29 los niños asesinados por los maltratadores de sus madres. Crímenes de los que son responsables sus autores pero también quienes, de manera cómplice, han participado en la cadena de cuestionamiento, dudas, desconfianza, negativas, descuidos, mala praxis y prejuicios machistas que niegan a las mujeres y a sus hijas e hijos el acceso a recursos, medidas y servicios a los que tienen derecho porque servirían para garantizar su integridad personal.
Cuatro días después de conocerse la sentencia del Supremo a favor de Ángela González, sin haber levantado el teléfono para, como miembro de este y otro gobierno socialista, pedirle perdón, Carmen Clavo ha dicho que se va a modificar el Código Penal. Asegura que con eso no se concederán permisos de visitas y custodia de los hijos menores a padres maltratadores. Olvida la vicepresidenta que varias sentencias y leyes ya aprobadas (algunas de ellas sin desarrollar o sin dotarse de financiación) ya obligan a los operadores jurídicos a esto. La afirmación de la vicepresidenta da a entender que o igual no conoce el caso a fondo o que ni se ha leído la sentencia del Supremo.
Las garantías de no repetición que se desprenden del caso de Ángela González exigen reforzar el marco legal (no necesariamente el penal) para que sobre todo y ante todo haya “diligencia” entre quienes operan en los casos de violencia de género. Pero como la diligencia no se dicta por sentencia, necesita de medidas concretas: supervisar la labor de los juzgados, fiscales, servicios sociales y asociaciones que gestionan servicios públicos; habilitar sistemas de quejas a las víctimas sobre las malas praxis y tratamientos indignos que reciben cuando se las toma declaración y se dirigen a ellas; adaptar el sistema de Justicia para que niñas y niños puedan ser escuchados y no interrogados como adultos; tomar medidas preventivas y disciplinarias sobre quienes toman decisiones que pueden vulnerar derechos fundamentales, de las que dependen vidas; sacar de los juzgados a quienes están dando credibilidad al falso síndrome de alienación parental para desacreditar a las mujeres y perjudicar a los niños y, desde luego, que la instrucción cuente con medios y personal experimentado, cualificado y emocionalmente competente.
Estas podrían ser algunas, aunque deben ser políticamente incorrectas porque de lo contrario no se entiende bien, que a estas alturas en que las tragedias ya no caben en las cifras, las propias administraciones y operadores jurídicos se resistan a tomar la iniciativa para evaluarse conforme a estándares de derechos humanos y calidad. Es inaudito y vergonzoso que tengan que pasar tres lustros y un largo y tedioso contencioso judicial para que, igual, ahora que el Tribunal Supremo se ha pronunciado, alguien se dé por aludido y, más allá de reformar una ley, se establezcan protocolos, indicadores, capacitación y supervisión que eviten que un crimen así se vuelva a repetir en cualquier lugar de España. Pero si ya cuesta pedir perdón, imagino que para rectificar será necesario que se haga por decreto.