Meses después de su estreno, veo por fin Retrato de una mujer en llamas, de la admirada directora Celine Sciama. Sí, la historia del deslumbramiento mutuo entre una pintora y la mujer a la que debe retratar en la Bretaña del siglo XVIII. Como un reverso femenino de Pigmalión, Marianne tiene el encargo de convertir en objeto (representación) a Héloïse, la musa viva, a punto de desposarse obligada por su familia. Pero la suya será una relación de igual a igual, muy lejos de los relatos que conocemos sobre el artista y la musa. Me seduce la tentadora idea de que, al contrario de lo que ocurría con el escultor, en el caso de Marianne, el éxito de su obra es también su condena: transformada en arte ha de dejar ir a su amada. Algo infinitamente más real que la eterna posesión de lo querido.
Cierro el ordenador. Lo vuelvo a abrir. Busco Adele Haenel, una de las protagonistas de la película, y descubro que el año pasado denunció al director de cine Christophe Ruggia por abusos sexuales cuando tenía apenas 12 años. Los abusos habrían continuado hasta que cumplió los 15, es decir, durante todo el tiempo que duró la producción y promoción de la película Les diables, de Ruggia. Ruggia fue detenido hace un par de semanas y puesto en prisión preventiva. Aunque primero negó todo, en uno de sus intentos de descargo leo que admite haber “cometido el error de actuar como Pigmalión, con todos los malentendidos que eso puede acarrear”. Los “malentendidos” serían continuos tocamientos y acoso sexual a una niña de 13 años. Manos en la entrepierna y el pecho. Rechazo constante por parte de ella.
Descubro todo esto en una semana en la que el asunto de la clase intelectual francesa y la moral ha vuelto a la primera línea del debate con la aparición de El Consentimiento, el libro en el que la editora Vanessa Springora narra, y examina, la relación que ella misma sostuvo con el escritor Gabriel Matzneff en 1985. Entonces ella tenía 13 años; él, 49. No he leído a Matzneff, no sé que tipo de autor es, sé que en su momento fue considerado un provocador —fue el autor de la célebre carta de 1977 en la que intelectuales y escritores franceses, entre ellos Sartre y Simone de Beauvoir, pedían la liberación de tres pedófilos en nombre de la libertad individual y cosas así de francesas—, pero nunca logró entrar en el parnaso de las stars literarias francesas y fue un autor considerado por muchos como mediocre. Sin embargo, durante años le rieron las gracias –sus memorias incluyen los relatos explícitos de sus experiencias como pederasta en Asia–, lo protegió la izquierda, la derecha y los ultras, fue editado por grandes sellos, el año pasado recibió un premio por su carrera y hasta goza de una subvención del Estado. Hoy Gallimard ha decidido retirar sus diarios de su catálogo.
Sprignora, por su parte, sobrevivió a esa relación “consentida” para contarnos cómo semejante relación marcó su vida para mal. Porque lo que Springora viene a decir (agárrense amiguitos de Vox) es que a veces ni siquiera “sí” es sí. ¿Cómo se mesura el consentimiento de una niña de 13 años, con aspiraciones literarias, frente a un autor con poder, maldito y seductor de 49? ¿Cómo obviar los mecanismos de poder puestos en juego? ¿Cómo afecta una relación como esa a personalidades en formación como la de Springora hace 35 años?
Por muchas razones, a mí el supuesto debate en torno a arte y moral me parece tan estéril como absurdo. Como dice mi amiga Ana Fornaro en un artículo publicado en Página 12, “escribir novelas sobre pedofilia no es lo mismo que mantener relaciones con púberes”. Así de simple. Pero desde los sectores más reaccionarios, incluso dentro del propio feminismo, se insiste en recuperar una discusión enterrada hace décadas por vergonzante y cínica. Más o menos como cuando se intenta justificar la violencia ejercida por escritores, cineastas y artistas en general por el hecho de ser unas almas torturadas llenas de talento. O cuando se relativiza el dolor y el daño causados por ellos por el hecho de estar creando obras maestras para la humanidad. O cuando se confunde el acoso con seducción.
Camile Paglia, sin ir muy lejos, no deja pasar ninguna oportunidad de afirmar cosas, en entrevistas recientes y avergonzantes, como que “el arte de los genios del nivel de Miguel Ángel o Leonardo o Mozart es el resultado de la desesperación y la ansiedad que sienten los hombres, sofocada y controlada por las mujeres”. En eso ha decidido poner el foco esa mujer que un día admiré y que hoy defiende, entre otras barbaridades, el PIN parental: en la ansiedad y la desesperación de los hombres.
No sorprende pues, lo de la Millet o lo de la Deneuve, para volver a Francia, defendiendo desde el privilegio más lamentable, el más ciego, el derecho de los hombres a “importunar” mujeres. Como tampoco sorprenden los detractores de Adele Haenel o Vanessa Springora, acusándolas de haber callado durante todo este tiempo, como si el abuso por parte de supuestos mentores fuera algo sencillo de dilucidar para una niña de trece años que no desea otra cosa que crecer y descubrirse, y que en el camino se encuentra con pig-maliones solícitos y “desesperados” en pos de su obra. Así como ninguna gran obra de arte va a dejar de ser una gran obra de arte porque su autor sea un criminal, tampoco la genialidad artística debería suponer impunidad para una persona horrible.