Un colega socarrón proclamaba en mi universidad que la docencia era simultáneamente una opción por la pobreza y una vocación maravillosa, en la que sólo se hace mayor el profesor, porque los estudiantes permanecen tan pertinaz como envidiablemente jóvenes. Eso incluye a los que insisten en ser jóvenes después de jóvenes, y lo logran. Otros, a la postre de ese intento por evitar cumplir los años que cumplen, se quedan en una mueca patética; mientras que el grueso peina cabalmente canas visibles o recónditas.
Las aulas no mienten, hoy certifican que el miedo ha crecido exponencialmente entre niños, jóvenes y también más acá. Encuestas de salud pública ponen el punto de inflexión en 2010. ¿Qué miedo les atosiga, incluso atenaza? Como en todos los asuntos graves, conviene advertir que no se identifica un factor único y prevalente, sino una etiología frondosa, en la que cabe describir algunos rasgos peculiares.
Se trata en parte de un temor a no ser aceptado por los demás; las redes sociales, en las que aterrizan con sus flamantes móviles conectados poderosamente a la red, juzgan si un niño, joven (o adulto) es “popular” (hay que pronunciarlo a la inglesa). También les horroriza llegar a defraudar, impidiéndoles una relación sana con sus propios errores y deficiencias, y con los de los demás. Entre todos y con ayuda cibernética hemos conseguido patologizar lo que era una evolución personal con sus tiras y aflojas, sus trancas y barrancas, que cincelan el carácter y dan peso específico a la personalidad intransferible.
Los pedagogos insisten en que las niñas y los niños necesitan referencias, vidas estimulantes a las que mirar, que les inciten a ir más allá de sí mismos en una aventura exigente por exprimir de sus vidas lo que pueden dar de sí, mientras que les estorban teorías que les dejan fríos, desalientan o confunden. Nos sobran “héroes digitalizados” que sólo esgrimen seguidores y likes fugaces. (Por cierto, llevaba días, por encargo infantil, buscando de supermercado en supermercado una bebida que luego he descubierto con ayuda de una experta cajera en youtubers que además era isotónica y cara. Entregársela al que me hizo el mandado me sirvió para que me mirase con orgullo de hijo, gozo, sin embargo, que fue al pozo más rápido que el contenido en la garganta infantil).
Desde que debutamos en la adolescencia de la infancia contrastamos con frecuencia qué aspiramos a ser, lo que resulta una manera cabal de evitar desembocar, justamente, en quien no quiero ser. En esos tramos iniciales de la vida se corre el riesgo de anhelar prematuramente lo que aún está por llegar; de forma que se tensan las horas y los días de cada día hasta la sensación interior de quebrar lo más íntimo de cada uno. La realidad contumaz enseña que la voluntad a esas edades, y después del después, puede aguantar más, mucho más, que los embates de la imaginación disfrazados de expectativas centrifugadas.
La educación de los padres marra el tiro si apunta a “portarse bien”, porque a los niños no se les amaestra como a las mascotas, ya que sólo la libertad enseña, el control a secas limita, y su exceso da lugar a la angustia y a la incompetencia.
El empeño esencial del desarrollo de una vida es acompañar a una niña y a un niño y su versión adolescente (hormonas disparadas + neuronas adormecidas) desde la tierra exuberante e indómita del instinto hasta el paisaje que desea convertirse en una novela apasionante, y, por lo tanto, de amor.
Entre la tristeza que por un lado acecha, o el pretendido éxito, que por otro acongoja, la trama de esa novela se la juega en la encarnadura de un esplendor al alcance de cada existencia: nadie es especial, y, justamente, en eso consiste la gracia no comprada de la vida, llegar a ser la mejor y normal versión. Ya hemos aprendido a base de sufrimiento propio y ajeno que las metas sin los entornos humanizados no educan, sino que taponan. Basta ya de mediocridad: ¡menos logros efímeros y más plenitud compartida!
Los años acumulados uno dentro de otro, no sumados uno sobre otro, enseñan que las buenas novelas vitales no van de tener razón, sino sobre todo de tener corazón. Abrimos en estos días un capítulo por escribir, de nosotros depende que sea apasionante.