“Fíjese que todo lo que está pasando aquí es por imperativo legal”. De la ristra de frases que el presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, está dejando durante el juicio del 'procés', esta es, sin duda, la que debería sobrevivir al procedimiento, estamparse en camisetas y sudaderas, ocupar con justicia el espacio reservado para el tuit fijado y el estado permanente del WhatsApp.
Por imperativo legal se celebra el juicio en el alto tribunal, acusan la Fiscalía, la Abogacía del Estado y la acción popular, ejercen el derecho de defensa las representaciones de los acusados y se sientan en el banquillo quienes presuntamente vulneraron la Constitución al impulsar un referéndum de autodeterminación ilegal y proclamar por la vía unilateral la independencia, real o simbólica, de Catalunya. Dicho en latín, “dura lex, sed lex” (la ley es dura pero es ley).
Este principio también se puede aplicar al embrollo que han protagonizado esta semana la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, los grupos de la futura oposición y el propio Marchena por la suspensión de los cuatro diputados y el senador que se sientan en el banquillo de los acusados del juicio contra los independentistas. Por encima de todos ellos está la ley, y en este caso concreto, la de Enjuiciamiento Criminal, que en su ya célebre artículo 384 bis establece que, “firme un auto de procesamiento y decretada la prisión provisional por delito cometido por persona integrada o relacionada con bandas terroristas o rebeldes, el procesado que estuviere ostentando función o cargo público quedará automáticamente suspendido en el ejercicio del mismo mientras dure la situación de prisión”.
Al juez que dirigió las pesquisas contra los independentistas, Pablo Llarena, se le pueden criticar muchas cosas de su instrucción y una de las más controvertidas, junto a la imputación por rebelión, fue que, a diferencia de lo sucedido esta semana, no dejó que los diputados electos acudieran al Parlament para tomar posesión de sus escaños con el argumento de que durante su traslado podían producirse “graves enfrentamientos ciudadanos”.
Pero el 10 de julio de 2018, tras el procesamiento en firme de los parlamentarios, Llarena resolvió la cuestión proclamando que todos ellos habían quedado “suspendidos automáticamente” en las funciones y los cargos públicos que desempeñaban “por imperio del artículo 384 bis de la Lecrim”. Ni les suspendió él ni les suspendió la Mesa del Parlament que, con mayoría de las formaciones independentistas, ejecutó esa suspensión a través de la delegación de sus votos. Les suspendió la ley. No hay margen. Fueron suspendidos por imperativo legal.
Por eso, el debate en torno al que ha girado la recta final de la campaña electoral −si corresponde al Congreso o al Supremo la suspensión en sus funciones, y en sus sueldos, de Oriol Junqueras, Raül Romeva, Jordi Sànchez, Josep Rull y Jordi Turull− resulta artificial. Porque es la ley, que fue concebida por el legislativo y que está por encima de los dos poderes, la que automáticamente les suspende, tal y como avala la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y como decidió la Mesa del Congreso con efectos desde el mismo momento en el que los afectados tomaron posesión de sus escaños. Argumentar que esa suspensión solo está concebida para la fase de instrucción y no para la del juicio oral sería igual a decir que los acusados por rebelión no están procesados en firme por ese delito.
El tribunal del juicio del 'procés', que no ha querido regalar el titular de que la suspensión era cosa suya y que mide cada paso que da por temor a que cualquier error le suponga una condena por parte del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, prefirió vadear la cuestión y trasladar la responsabilidad a las Mesas del Congreso y el Senado. Así, solventó la papeleta recordando que el Reglamento de la Cámara Baja establece la suspensión de funciones para todos los diputados que se encuentren en prisión provisional después de la elevación de un suplicatorio.
Los magistrados argumentan que exigir un suplicatorio para este caso supondría pervertir el sentido de esta figura, concebida como una prerrogativa del legislativo para evitar que el judicial pueda comenzar a investigar a uno de sus miembros de forma arbitraria, no para impedir que se pueda seguir juzgando a quien ya se sienta en el banquillo por la existencia de razonables indicios de delito. Lo contrario, dicen, sería establecer una especie de “revisión o control” del legislativo sobre el judicial. Pero los letrados del Congreso consideran que sin suplicatorio no hay suspensión a través del Reglamento.
Llegados a este punto, se desbordaron los excesos políticos, con un ojo o los dos en la cita con las urnas del domingo, en la que se cruzan los intereses del PSOE, el PSC, Podemos, el Partido Popular y Ciudadanos. Batet quiso dilatar los tiempos y pidió al Supremo que actuara como su asesoría jurídica; Pablo Casado planteó la reprobación de la presidenta del Congreso e incluso una querella por prevaricación por el simple hecho de pedir un informe consultivo a los letrados de la Cámara; y Albert Rivera acusó a la dirigente del PSC de ser estar “humillando” a una institución que, más que ninguna, debería someterse, siempre, al imperativo legal.