Uno de los cuentecillos populares que más detesto es el de la rana y el escorpión. Ya saben. Un escorpión quiere cruzar el río. Le pide a la rana que lo lleve. La rana, que teme que le clave su aguijón y la mate, se niega. El escorpión replica que sería muy estúpido hacerlo, ya que entonces morirían los dos. La rana accede. En mitad del trayecto, el escorpión le pica. Mientras ambos se ahogan, el escorpión alega que no ha podido evitarlo: “está en mi naturaleza de escorpión”.
Lo detesto porque las fábulas suelen utilizar animales para personificar atributos, no naturalezas. La hormiga es trabajadora, la cigarra es vaga, el zorro es astuto, etc. De acuerdo, pero es que, frente a ello, en el cuento del escorpión es toda la naturaleza de un ser, y no una única propiedad del mismo, la que queda atada a una esencia, sin posibilidad ontológica de escapatoria. Lo que el cuento transmite es que el escorpión no puede elegir, que está obligado a soltar su veneno aunque le cueste la vida. Una asunción que disuelve la propia razón por la que las fábulas funcionan, puesto que acaba con la mera libertad que nos configura como seres humanos. Las fábulas pueden trasmitir enseñanzas porque podemos dejar de ser vagos, porque podemos dejar de ser egoístas, porque podemos dejar de ser avaros, etc. Esto es: porque somos libres, o, si queremos, y por decirlo con Pico della Mirandola, porque si hay algo que nos define es precisamente nuestra ausencia de naturaleza. No estamos inevitablemente programados, ni vivimos encadenados a un determinado manual de instrucciones prefijado. En nosotros nuestra naturaleza es la libertad. Y la libertad está, por definición, abierta.
Creo recordar que a una de las primeras personas a las que escuché esgrimir, con moraleja política incorporada, el cuentecillo del escorpión fue a Fernando Savater. Defendía – repito que cito de memoria y que puedo equivocarme – que Herri Batasuna era un escorpión, y que por ello fiarse de ellos en cualquier clase de negociación o pacto suponía un suicidio. La naturaleza de la izquierda abertzale, que por aquel entonces no solo no condenaba, sino que jaleaba a ETA y sus asesinatos y demás atrocidades, era intrínsecamente malvada y no había nada que hacer. Jamás dejarían de picar, esto es, jamás se desvincularían del brazo armado que constituía irremediablemente su misma esencia. Pero hete aquí que hoy Sortu, heredero de Herri Batasuna, incluye en sus estatutos “el rechazo de la violencia como instrumento de acción política; rechazo que, abiertamente y sin ambages, incluye a la organización ETA”. El escorpión ha mutado. Ya no inyecta su veneno. Era Pico della Mirandola el que tenía razón.
Los partidos, en efecto, pueden cambiar. Una reflexión que viene a cuento de la recurrente cuestión del cordón sanitario a Vox. A favor y en contra del mismo han escrito dos de nuestros mejores intelectuales. Ignacio Sánchez-Cuenca, defendiéndolo, y Miguel Pasquau Liaño, desaconsejándolo. Esos dos magníficos textos me eximen a mí de tener que repetir los argumentos de un lado y del otro. Para saber cómo reaccionar ante algo hemos de conocer, primeramente, la naturaleza de ese algo. ¿Cuál es la naturaleza actual de Vox?
Simplificando en exceso un debate muy complejo y todavía abierto, la ciencia política suele distinguir entre partidos fascistas, partidos de extrema derecha y partidos de derecha radical. Creo que hay algo parecido al consenso entre los especialistas en que Vox no es un partido fascista. Esto es: no defiende la violencia como método para hacer política, no glorifica la fuerza ni la irracionalidad, no promueve un partido único ni considera decadente y obsoleto el sistema democrático. El gran paradigma reciente al respecto ha sido el partido griego Amanecer Dorado, una formación neonazi que llegó a alcanzar el 9% del voto y que hoy ha desaparecido en la práctica.
No está claro, más allá de eso, si Vox sería extrema derecha o derecha radical. A juicio de Cas Mudde, uno de los grandes especialistas europeos, “la derecha radical es (nominalmente) democrática, incluso si se opone a algunos valores fundamentales de la democracia liberal, mientras que la extrema derecha es en esencia antidemocrática, oponiéndose al principio fundamental de la soberanía del pueblo”. Cuando Sánchez-Cuenca defendía, en 2018, el cordón sanitario, alegaba que Vox podría llegar a “normalizar y naturalizar propuestas típicamente iliberales como la ilegalización de partidos políticos independentistas o la privación de derechos a la población inmigrante”. Es evidente que ya lo ha hecho. Con respecto a la primera cuestión, ha arrastrado incluso al PP y a Ciudadanos, que votaron junto a él una Proposición en la Asamblea de Madrid para ilegalizar los partidos separatistas. Con respecto a la segunda, el cartel electoral en el que mienten sobre los niños pobres que llegan a España y abogan, supongo, por echarlos al mar o devolverlos a la miseria y la muerte de la que huyen es ya una realidad en esta campaña. Ya están aquí.
Y sin embargo creo, con todo, que es Pasquau el que tiene, no sé si razón, pero sí mejores razones. A las que él mismo señala añadiría otras dos. En primer lugar, una obvia, tan obvia que el hecho de que pase inadvertida dice muy poco de nosotros y de nuestra atmósfera democrática. No es la izquierda la que ha de tomar la decisión de establecer un cordón sanitario frente a Vox, es la derecha democrática. En los países en los que se ha optado por esa medida, han sido los partidos democráticos de derecha los que han dibujado una línea en la arena. Ha sido Macron, ha sido Merkel, han sido los conservadores suecos. Algunos alegarán que, puesto que el PP no quiere el cordón, entonces el PP no es tampoco democrático. Pero ese argumento incurre en una petición de principio que clama al cielo, como demuestra el hecho de que convertiría a España en el único país en el que solo la izquierda es democrática y más de la mitad de la población merece ser “democráticamente” acordonada… no ha lugar.
El segundo argumento es que a Vox, ahora mismo, se le ha de combatir con la política, no, o no solo, cargándose uno de razón. Es la política, y no tanto la moral, la que hace mutar a esas criaturas que denominamos “partidos”. Puede que no funcione, pero no estaría mal intentarlo, porque desde el principio lo único que la izquierda ha soltado son reproches éticos más propios de madres superioras, y tales reproches solo suelen tener tirón en el propio convento, y eso con suerte. El deleznable cartel que todos hemos visto se afrontó con inmaculados gestos de indignación moral acompañados de sincerísimos golpes de pecho – ¡son racistas!, ¡son fascistas!, ¡son xenófobos! – que se vehicularon judicialmente mediante la consabida denuncia ante la fiscalía y que dejaron todo exactamente como estaba, a unos con la desnuda razón jurídica y a otros con la mera pose moral y la satisfactoria sensación del deber cumplido, cada uno bien pertrechado en su bando.
Pero ese cartel pedía política a gritos, no solo indignación. Una política que parta del propio ideario, y no de los marcos del oponente. La expresión que ellos utilizan para referirse a niños pobres jamás debería repetirse, ni siquiera para refutarla. No se trata de jóvenes, se trata de niños. No se trata de migrantes, se trata de pobres, porque el problema es la pobreza, no la nacionalidad, y si lo enmarcamos en términos de migraciones, Vox ya tiene mucho ganado. No se trata de racismo – tienen un candidato negro: dejémonos de etiquetas fáciles que satisfacen nuestro ego y miremos al mundo, aunque sea un poco más complejo –, se trata de nacionalismo. Descarnado y elemental nacionalismo español elevado al paroxismo.
El nacionalismo ya es bastante pernicioso de por sí, y tiene en su haber una casi insuperable ristra de atrocidades, así que no hace ninguna falta convertirlo en racismo. Lo que proponen es, supongo, que dejemos morir a la niña que aparece en la foto y a miles de niños como ella. Abogan, entiendo, por que retiremos a los socorristas que intentaron salvarla, que al parecer salen caros, y nos convirtamos por el camino en detritus moral. El ideario de Vox ya es bastante deshumanizador, bastante deprimente y bastante desolador en su indigencia conceptual y ética como para tener que fabricar un muñeco de paja al que poder atizar todavía más a gusto.
Con todo, lo más sorprendente desde un punto de vista político fue la mitad del cartel que quedó en la penumbra. Nadie reparó, en efecto, en la pobre abuela y en su mísera pensión. Así que nos han colado, que ya es colar, que Vox, que en lo económico defiende un neoliberalismo extremo que aboga por bajar radicalmente los impuestos, va a subir, como por arte de magia, las pensiones a nuestras abuelas. Un golazo solo comparable al logro, inusitado y espeluznante, de que la izquierda haya conseguido, no puedo explicarme cómo, que el trabajo y el esfuerzo, que siempre han sido - frente a la cuna, los privilegios y la herencia - su principal patrimonio y su más preciado capital político, sean ahora mismo pertenencia indubitada… ¡de Isabel Díaz Ayuso! He visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión, rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser, etc, etc, etc.